El último artículo que subimos a la web de UTD fue una reflexión de José Ramón Penela sobre el papel de la historia en la didáctica de la tipografía. En el mismo, el autor abogaba por una revisión de la típica visión historicista presente en la mayoría de programas didácticos de la asignatura de tipografía. Ahora Jesús Morentin, impresor artesanal y docente, nos envía una réplica en la que aboga por la pertinencia de dichos contenidos.
A nosotros ni que decir tiene que nos encanta que se propicie el debate sobre todo lo que tenga que ver con la letra, su enseñanza y su divulgación así que aqui os presentamos la reflexión de nuestro buen amigo Jesús.
Querido Ramón,
aunque entiendo y comparto alguno de tus postulados me alegra estar esencialmente en desacuerdo con la tesis que propones en tu texto. Asumiendo que el debate seguramente debería ser largo y tendido y precisaría del acuerdo previo sobre algunos términos que mencionas -tales como, por ejemplo, qué entiende cada uno por «enfoque de las enseñanzas de tipografía que se imparten en la actualidad»-, creo que los parámetros básicos y los conceptos fundamentales a transmitir en las escuelas en relación al conocimiento sobre tipografía siguen precisando, en buena parte, del estudio de la misma en un sentido radicalmente histórico.
Antes de compartir mi argumentación, deja que empiece -como tú- advirtiendo que mis conocimientos sobre la materia son esencialmente fruto del autoaprendizaje -con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva- ya que aunque cursé estudios de Diseño Gráfico, las competencias en ese ámbito que recibí en mi época de estudiante fueron poco más que nulas. Fue mi interés por conocer el funcionamiento del sistema tipográfico tradicional el que me llevó, hace apenas unos años, a acercarme a la tipografía entendida de un modo más extensivo, en el cual la evolución histórica fue uno de los focos de mi curiosidad , del mismo modo que lo fueron -por citar algunos ejemplos- el estudio de los diversos parámetros morfológicos que las distinguen, las distintas clasificaciones propuestas basadas en la combinación de esos parámetros, o las características y variables centrándome no tanto a su forma como a su uso (ámbito este último -y dicho sea de paso- al que tal vez deberíamos prestar más atención en general).
Digo todo eso para que quede claro que mi recorrido en ese sentido no va de la teoría a la práctica sino que justo en sentido inverso, lo cual me ha permitido calibrar la repercusión de cada uno de los nuevos aportes adquiridos tanto en el desarrollo de mis trabajo como docente como en mi trabajo como diseñador en un sentido más convencional. En ese sentido debo decir que no tengo la menor duda que el conocimiento de la evolución de la letra desde una óptica histórica -ya no solo desde un punto de vista morfológico, sino que también como signo- me han ayudado muchísimo a entender, valorar, usar y transmitir la multitud de matices y las múltiples variables de estos signos que, como bien dices, constituyen un elemento omnipresente en nuestro entorno cultural.
Hace unos meses asistí estupefacto una conferencia en la que se abogaba por negar la mirada historicista y el uso como referentes de los modelos clásicos en el estudio y desarrollo de nuevas tipografías. Esa tesis rompedora quedaba enfatizada por una frase demoledora -que lamentablemente no recuerdo- que insistía en esa idea a modo de aforismo. Escrita con una tipografía diseñada por los mismos ponentes, se proyectaba, inmensa, en la pantalla del auditorio . Se trataba de un modelo muy cercano al propuesto por Granjon (Plantin), que se distinguía por la amputación de la gota algunos de sus caracteres. Su audacia quedaba nuevamente de manifiesto en su versión de un modelo moderno muy cercano al diseñado por Bodoni con unos ápices y vértices inesperadamente redondeados y una «g» con el cuello literalmente partido, gestos supuestamente atrevidos con los que demostraban su espíritu transgresor y afianzaban su tesis de negación historicista… ¿Acaso no era evidente la contradicción?
Tal y como yo lo veo, es tan desacertado un acercamiento dogmático a los modelos y convenciones clásicas que los definan como cánones necesarios y invariables, como un alejamiento arbitrario de los mismos, basados en el argumento simplista que propugna el cambio por el cambio, lo nuevo como necesariamente mejor que lo anterior. Así pues, ¿cual puede ser el problema que se derive del estudio de los modelos clásicos, aun cuando tengan dos, tres o cinco siglos de antigüedad? Seguramente las variaciones entre un modelo de letra humanista y el propuesto por Bodoni son, a ojos del profano, de una relevancia relativa, pero ¿acaso no ponen al descubierto buena parte de las variables más importantes a considerar en cualquier tipografía? Y no son mucho más comprensibles todas esas variables cuando se explican y se aprenden vinculadas a su contexto histórico y, por lo tanto, a las motivaciones y factores reales que las originaron? Lo intento con un par de ejemplos:
Aspectos esenciales como la modulación (el ángulo formado por las alteraciones de grosor de los trazos que componen la letra) pueden ser variaciones relativamente poco aparentes, bastante abstractas y con un peso específico bastante cuestionable para los alumnos. Sin embargo, si más que centrarnos en el aspecto puramente morfológico lo relacionamos con su contexto histórico, nos sirve para entender algo absolutamente transcendente en la historia y la evolución de la letra como signo, y es que ésta pasa de ser un elemento dibujado con el trazo de una pluma (con las características morfológicas que la herramienta conlleva) a convertirse, progresivamente y gracias a la invención del tipo móvil, en un elemento que se dibuja y se graba con un punzón y que, por lo tanto, deja de ser deudora de su forma primitiva más cercana al trazo caligráfico ¿Acaso no es entonces algo mucho más comprensible, memorizable y hasta lógico?
Otro aspecto fundamental como el contraste (íntimamente ligado al punto anterior) es mucho más comprensible cuando se vincula nuevamente a su contexto histórico y se cita, por ejemplo, el trabajo y las investigaciones de John Baskerville en referencia a la elaboración de tintas y la fabricación del papel, quién gracias al uso de cilindros de cobre caliente conseguía una textura mucho más lisa para sus páginas, lo cual posibilitó una impresión mucho más perfecta y, en consecuencia, un diseño de tipos de mayor delicadeza con unos trazos marcadamente más finos y contrastados. Explicado nuevamente a partir del contexto histórico, aspectos como el contraste tipográfico, no sólo se muestran como más evidente sino que -en este caso- desvelan las consecuencias técnicas que implican, incluso en su uso actual, más allá de su propia forma.
También se señala en el texto titulado “William Caslon está muerto: Una opinión sobre la didáctica de la tipografía” la supuesta paradoja que supone que los programas actuales de autoedición usen todavía notaciones propias de los tipos de plomo, pero lo cierto es que no conozco un modo mejor y más rápido de enseñar a un alumno qué mide la altura de una letra que sostener durante unos segundos un tipo móvil en las manos. Y es que, tal y como yo lo veo, este es otro recurso formidable para mostrar algunos de los secretos que nuestros entornos digitales esconden con respecto al diseño de las letras. Lo intento con algunos otros ejemplos:
Imaginemos un aula en la que los alumnos deben componer una sencilla frase en mayúsculas usando tipos de madera. Es probable que cuando coloquen una letra “S” se planteen si realmente se trata de una pieza reversible, también es posible que al imprimirla perciban cierto desajuste caso de no haberla colocado correctamente. De ese modo -y sin mediar palabra- habrán empezado a darse cuenta de los complejos mecanismos de correccion y compensacion óptica presentes en la construcción de las distintas letras. (Lo mismo pasaría con otras letras como “N”, “H”, “X” o “Z”). Cuando construyan esa frase, con toda probabilidad deberán dejar espacios entre algunas palabras. Al no venir definidos digitalmente -tal y como estamos acostumbrados- nuevamente deberán tomar decisiones y valorarlas. Conseguiremos centrar su atención en un aspecto al que seguramente jamás habían prestado atención. Aunque no todo va a ser positivo en ese trabajo… tal vez esa materialidad de las letras (en contraposición a los sistemas fotomecánicos y posteriormente digitales) les juegue una mala pasada si tienen que juntar caracteres como “AV”, FA”, “TA”, etc… con lo cual entenderán de inmediato qué es el “kerning”. Finalmente, y con un poco de suerte, si se quedan para ayudar a desmontar el molde y colocar nuevamente las letras en sus cajas, tal vez se pregunten si da lo mismo situar la pieza que sostienen en el lugar que ocupan las “I” o si por el contrario se trata de una letra “l” (“i” mayúscula o “l” minúscula)… por lo menos así fue como yo aprendí que las letras mayúsculas eran ligeramente más gruesas que las minúsculas con el fin de parecer ópticamente iguales aún teniendo una altura mayor.
En fin, creo que con lo expuesto sigue teniendo validez ese acercamiento a la letra a través -también- de una mirada historicista y desacomplejada, alejada de la autocomplacencia y de la recurrente exaltación del pasado, pero también -y como decía anteriormente- del argumento simplista que propugna el cambio por el cambio, lo nuevo como necesariamente mejor que lo anterior. Esa mirada simplemente conduce a entender que detrás de la forma de las letras existen unas motivaciones, un contexto y en definitiva un marco histórico que si duda nos ayuda a comprenderlas, manejarlas y explicarlas mejor.
Jesús Morentin
Bunker Type
jmorentin@bunkertype.com