Hace unos días estuve pasando un rato agradable entre las estanterías de la Casa del Libro de la Gran Vía de Madrid. Concretamente en las dedicadas al diseño gráfico y tipografía. Tengo que decir que la disponibilidad de libros sobre tipografía se ha multiplicado de forma notable si lo comparábamos con los textos disponibles a principios de este siglo, pero también constaté que, centrándome en los manuales sobre tipografía, sus contenidos eran prácticamente similares: un par de capítulos dedicados a dar un repaso por la historia de la tipografía y la imprenta deteniéndose en los grandes nombres de impresores y creadores de tipografías, otros más que versan sobre la anatomía y tipologías tipográficas y, para finalizar, otro dedicado a la composición en sus distintas variables, articulación de jerarquías, partes del libro, etc.
Pero lo que más llamó mi atención fue la paradoja implícita entre unos contenidos sobre un oficio, o arte, que presenta un poso tan importante de referencias históricas y prácticas pretéritas y su práctica actual que, salvo en proyectos de recuperación de tipo artesanal, se lleva a cabo utilizando flamantes ordenadores personales. Esta es la razón por la que, a través de este artículo, pretendo reflexionar sobre el papel que juega la historia en la enseñanza contemporánea de la tipografía usando como punto de partida mi propia experiencia personal.
Mi formación tipográfica es en su mayor parte autodidacta. Los autodidactas solemos poner toda la pasión en el objeto de nuestro interés y en mi caso, la luz que iluminó mi camino fue el prólogo de Josep María Pujol a la obra del tipógrafo e investigador inglés Stanley Morison Principios fundamentales de la tipografía.
En esta pequeña joya encontré los suficientes títulos y referencias para hacerme con un corpus básico de literatura tipográfica. Todas fueron obras clásicas del ámbito anglosajón y sobre ellas construí un potente imaginario de hechos y personajes que pivotando en torno a la figura cenital de William Morris me proveían de un sólido conocimiento de los aspectos históricos y prácticos de la tipografía desarrollada en Inglaterra y los Estados Unidos principalmente. Tengo que confesar que me sentía mucho más a gusto navegando en las páginas del Printing Types de Updike que curioseando el último catálogo de Emigre.
Pienso que para cualquier comunicador o estudiante de diseño un conocimiento al menos general, de la evolución de la imprenta, sus principales actores, corrientes, etc. es algo básico. Ahora bien, el lugar que ocupan estos conocimientos en la práctica y el enfoque que se les da en la enseñanza en la actualidad creo que debe ser revisada. Ya que situamos el momento actual como objeto de esta reflexión, me gustaría volver la vista a los primeros pasos de la tecnología que usamos en nuestro días. La aparición de la autoedición a mediados de los años ochenta del siglo pasado significó una ruptura radical con los métodos de composición que hasta entonces eran habituales. Varió la tecnología y por lo tanto las herramientas disponibles pero ¿fue una ruptura tan radical?
Desde el primer software de composición de páginas que alumbró la autoedición, el celebrado Aldus PageMaker lanzado al mercado en 1985, las referencias a la composición clásica con tipos de plomo están presentes en sus opciones y recursos como por ejemplo la posibilidad de utilizar los puntos tipográficos tanto Pica como Didot para realizar cualquier medida, la nomenclatura y configuración los espacios en blanco, o la utilización de tipografías añejas.
Lógicamente cuando una nueva tecnología aparece lo primero de lo que se ocupa es replicar las capacidades de la tecnología anterior de una manera más eficiente, pero sobre esto existía una clara intención de no desligar la tradición tipográfica de los modernos sistemas digitales, de que esa pátina de prestigio y maestría de la era del plomo siguiera en cierta medida perviviendo en el nuevo contexto productivo.
De esta manera esta “convivencia” se reproducía en los manuales o programas didácticos empleados en la mayoría de escuelas y universidades y, bajo mi punto de vista, el estudio de la tipografía y su reflejo en el contexto contemporáneo estaba demasiado influenciado por su potente carga histórica.
Esta reflexión daba vueltas en mi cabeza desde hace algún tiempo. Como comenté anteriormente, me sentía cómodo envuelto en las páginas gloriosas de la historia de la tipografía pero con el paso del tiempo sentía que la riqueza de la expresión tipográfica y su implicación social requería una nueva visión de la misma. Sentía que era necesario contemplar la tipografía desde otro punto de vista que integrara su visión histórica pero que, al mismo tiempo, activara a todos los actores que se relacionan con ella en la sociedad actual. Había que buscar la relación entre el productor de tipografía, su producto y su distribución, sus consumidores y sus destinatarios, sin olvidar los contextos culturales y sociales de todos ellos.
La tipografía tiene más de quinientos años de existencia y sobre esta se han ido acumulando, al calor de los avances tecnológicos y las nuevas posibilidades expresivas que estos ofrecían, multitud de definiciones de la misma; desde la óptica del propio proceso de impresión como define el ortotipógrafo José Martínez de Sousa hasta la que incluye el concepto de actividad artística como hizo el tipógrafo inglés Stanley Morison. Quizás una definición muy extendida en nuestros días es la consideración de la tipografía como “la expresión gráfica del lenguaje”. En cualquier caso esta acumulación histórica de definiciones y amplitud de campos de actuación en los que nos encontramos con la tipografía haciendo su trabajo, hace muchas veces que nos tengamos que parar a pensar durante un momento antes de ofrecer nuestra respuesta a la pregunta, ¿qué es la tipografía?
Por esto, creo que sería una buena idea encontrar una definición de tipografía lo suficientemente amplia para que diera cabida a todos los usos pretéritos y futuros de la misma además de un marco conceptual potente y versátil. Curiosamente, esta definición va a comenzar a concretarse con la aparición del propio proceso tipográfico y, en concreto, va a estar íntimamente ligada al tipo móvil. Si la tipografía es la escritura con letras prefabricadas, otra definición esta vez de la mano de Gerrit Noordzij, podemos apuntar a una cierta sistematización en la creación del tipo de plomo. Solamente tenemos que fijarnos en que para que el invento funcionara era necesario homogeneizar de alguna manera los diferentes caracteres del alfabeto. Esto se consigue con el paralelepípedo de aleación tipográfica que contiene la forma de la letra en relieve. Con el se consigue igualar el tamaño en altura de todas las letras del alfabeto a un tamaño determinado; así, el cuerpo del tipo de plomo añade el concepto clave: estandarización. A partir de aquí el concepto de módulo es fácilmente extraíble simplemente observando una composición tipográfica; la agrupación de todos estos módulos hace que aparezca un sistema.
Definir las características de este sistema es el paso final y esto ya ha sido formulado por el tipógrafo y docente Chema Ribagorda en una definición brillante y concisa de tipografía: “La tipografía es un sistema de signos que no solo trasladan palabras, sino que también trasladan identidad y significado como cualquier tipo de imagen”.
La idea de modularidad y la inclusión de la cualidad dual de la tipografía como transmisora de contenido y sentido a través de su utilización en la composición de textos y a través de sus formas (la imagen), aporta un marco conceptual robusto y, al mismo tiempo, es una definición inclusiva para todo tipo de expresión tipográfica en cualquier tipo de soporte: libros, pantalla, motion graphics, señalética, etc.
Llegados a este punto, no podemos obviar el papel que la tipografía ha pasado a ocupar en la sociedad a partir de la aparición del ordenador personal y los programas de creación de tipografías digitales en los años ochenta del siglo pasado. La posibilidad de que cualquier usuario tuviera las herramientas necesarias para crear sus propias tipografías junto con el nacimiento de Internet, supuso una revolución que afectó tanto a los canales de creación y distribución de las mismas como a las relaciones entre sus creadores y los usuarios de las mismas llegando a convertir a la tipografía en la estrella del panorama gráfico de los años noventa del siglo pasado.
Y, lo que es más importante, la tipografía pasó a convertirse en un producto más de la cultura popular que como la moda o la música vive un continuo ciclo de cambio, reciclaje y reinterpretación. Asimismo este nuevo papel convierte a la tipografía en un medio de debate crítico, argumento e incluso subversión.
Esto lo podemos observar en dos ejemplos cercanos como son los productos que ofertan fundiciones digitales como House Industries que incluyen en su catálogo todo tipo de productos en los que la letra es protagonista (ropa, objetos decorativos, bolsos, vajillas, etc.) o las controversias que se producen respecto a las elecciones tipográficas que hacen los políticos para sus campañas electorales. Nos encontramos pues con una herramienta de comunicación que además es un “objeto social” muy potente. Si a esto añadimos más de 500 años de historia nos encontramos con un “artefacto cultural” de primer orden.
En el Catálogo de la fundición House Industries no encuentras solamente fuentes digitales. La letra se materializa en terrenos que le eran ajenos como la moda o la decoración.
Volvamos ahora al sistema que hemos definido anteriormente. Si se trata de un sistema que actúa claramente dentro del ámbito de la cultura popular es lógico pensar que a su vez interactúe con otros campos que forman parte de esa sociedad. Si estos campos los agrupamos, estamos hablando entonces de un sistema que interactúa con otros sistemas. El primero ya sabemos quien lo compone, los caracteres tipográficos. En el segundo contemplamos sistemas generados por los contextos propios de sus integrantes: los originadores del artefacto gráfico y los destinatarios del mismo con sus contextos sociales y culturales, los soportes en los que ese artefacto va a cobrar vida, sus canales de distribución y el lugar y circunstancias donde los destinatarios se encontrarán con el.
En definitiva, todas las circunstancias, prácticas o conceptuales, que rodean el acto de creación y desarrollo de la pieza o proyecto aportan sentido y orientan su aspecto final. Y, lo más importante, reconocen la realidad poliédrica de la construcción del mensaje tipográfico no a partir de formas de expresión fijadas en el tiempo o arquetípicas sino a partir de las consideraciones y requerimientos que emanan de la conjunción de los sistemas implicados.
¿Y que pasa con la tradición tipográfica?
Claro, la tradición tipográfica, palabras totémicas motivadoras de amplios debates entre los profesionales, arma arrojadiza utilizada en uno u otro sentido por los defensores de diferentes actitudes en torno al diseño y la utilización de los recursos tipográficos. Es cierto que de alguna u otra manera la tradición tipográfica siempre ha estado presente tanto en los programas didácticos de escuelas de arte y universidades como en la práctica diaria de la profesión.
Como señalé anteriormente, incluso en la era de la autoedición los propios programas informáticos de composición mantienen una ligazón con la nomenclatura y herramientas del pasado; espacio m, puntos pica o Didot, figuran entre las opciones disponibles cuando quizás hubiera sido el momento de superar la época… de los tipos de plomo!!
No sé, es como si la posibilidad de utilizar estas unidades nos acercaran de alguna manera a los grandes maestros del pasado y fuéramos bendecidos por una pátina de conocimientos seculares transmitidos de generación en generación.
Pienso que la expresión máxima de la tradición tipográfica queda definida en las llamadas “reglas tipográficas”. Unas reglas tipográficas que en las décadas finales del siglo pasado fueron el caballo de batalla de las posturas vanguardistas y conservadoras en torno a la tipografía, entre los que querían romper esas reglas y los que abogaban por su vigencia. Ahora con la perspectiva del tiempo vemos perfectamente que ambos bandos tenían razón, simplemente era cuestión del tipo de trabajo, del tipo de soporte, de los destinatarios, en definitiva, del contexto en el que la tipografía iba a trabajar.
¿Qué nos proporcionan las normas tipográficas? Un estándar de comunicación, la seguridad de que nuestro texto va a ser comprendido por una parte muy amplia de la población. Un buen ejemplo es ponernos delante de esa máquina de leer tan perfecta que es un libro: el tamaño grande y la posición de un texto nos indica su contenido, un bloque de texto más pequeño y ordenado nos habla de que es la parte central del escrito, a su lado nos podemos encontrar con un texto en cursiva que sabemos que extiende lo presentado en el texto principal, mirando el folio de la parte inferior de la hoja nos permite navegar por toda su extensión.
Y todo esto lo hacemos de forma automática, “comprendemos” su jerarquía, organización, utilidad de las diferentes partes, este es el estándar que esas normas tipográficas que hablan de longitud de línea, de tamaños de la letra, de interlínea, de posición del folio, etc., nos proporciona.
Entender las reglas o normas tipográficas como formas de hacer que han mostrado su validez a lo largo del tiempo es un buen inicio, ceñir estas a las circunstancias concretas en las que aparecen (composición de texto para lectura continua) es la postura adecuada.
Pero entonces.. ¿no es preciso dar a la historia un espacio propio?
¡¡Por supuesto!! ¿Que sería de nosotros sin la historia y en concreto sin la historia de la tipografía? La historia nos proporciona un relato, una relación organizada de hitos, de transformaciones, de rupturas, en definitiva un discurso sobre el que teorizar sobre nuestro trabajo y debatir sobre nuestra profesión.
Desde el punto de vista práctico nos informa, entre otras cosas, sobre como se solucionaron en el pasado problemas similares a los que podemos encontrarnos hoy en día al componer una novela, articular un texto o crear un poster publicitario.
La historia del diseño, de la expresión gráfica a través del tiempo siempre será un recurso de primera para cualquier diseñador. Es nuestro deber permanecer atentos a modas, estilos o recursos que en algún caso aportan un fuerte sentido connotativo para incorporar, rechazar o interpretar los mismos en cualquiera de nuestros trabajos. En este sentido me parece paradigmático el trabajo que el diseñador inglés David Pearson realizó para la editorial Penguin Books en el diseño de las cubiertas de su colección de ensayos de grandes pensadores Great Ideas. En las mismas se puede comprobar como Pearson realiza una interpretación gráfica del contenido de la obra en cuestión apoyado en artefactos gráficos de la época, que es todo un ejemplo de utilización de los recursos históricos a través de un prisma contemporáneo. Creo que es la forma más inteligente de aprovechar los recursos que la historia pone a nuestra disposición.
Siempre volveremos a la historia para buscar inspiración o soluciones a problemas tipográficos pero creo que no debería ser el eje central de un programa didáctico.
En cualquier caso, yo siempre la estaré agradecida. Más o menos cuando aquí en España aparecía el primer volumen editado por la editorial especializada Campgràfic y en las estanterías de la Casa del Libro buscando un poco podías encontrar la traducción de la obra Tipografía escrita por el tipógrafo inglés Ruari McLean, yo tenía en mis manos el Introduction to typography de Oliver Simon o el impresionante catálogo de la American Type Founders de 1923. Fue como acceder a una especie de gabinete de las maravillas, y tengo que decir que estas obras u otras parecidas, como relato al principio de este escrito, conformaron mi visión en torno a la tipografía y su expresión. Fueron años felices comprando libros antiguos a través de internet, visitando la tumba de William Caslon o el antiguo edificio de la fundición de Vicent Figgins, conociendo a maestros como James Mosley, paseando por el barrio de Hammersmith donde William Morris tenía su Kelmscott Press… ¡¡hasta me llegaron a mostrar un mechón de su cabello conservado en la casa de Emery Walker!! Pero todo esto no se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia, como dijo el androide de Blade Runner, porque cada día que hablo de los días de vino y rosas de la “gran tipografía”, cuando de alguna manera nos subimos a hombros de los grandes nombres tengo la seguridad de que con una mirada diferente vamos a poder ver mucho más lejos… mucho más.
A modo de conclusión
Desde mi experiencia personal como docente y divulgador, he llegado al convencimiento de que es necesario cambiar el enfoque de las enseñanzas que sobre tipografía se imparte en la actualidad. La utilidad del estudio de unos conocimientos instrumentales que arrancan en el siglo XV y la atención a los protagonistas que cronológicamente se van sucediendo en las distintas épocas, no tiene sentido sino es contemplado primero como una evolución conceptual en torno al mismo oficio, sus circunstancias tecnológicas y su ubicación en el contexto social y, segundo, como un recurso valorable en la medida que nos informa acerca de las soluciones técnicas adoptadas en el pasado a problemas que son también comunes a los diseñadores del presente. Por otro lado, quiero hacer hincapié en la apuesta decidida que todo currículo sobre la materia debe hacer por el reconocimiento de pleno derecho de la tipografía como una “herramienta social” que se configura y se expresa a partir de múltiples elementos que dan sentido, presencia y profundidad al mensaje transmitido.
Una consecuencia importante de todo esto es que tengo que reconocer que William Caslon ha muerto. Y su tumba se encuentra en el jardín de la iglesia de St. Luke en Old Street, en el distrito londinese de Islintong, hoy convertida en la sede de la orquesta sinfónica de Londres. ¡¡Música maestro!!
José Ramón Penela
Editor de unostiposduros.com