Resulta en cierta manera sorprendente que las aportaciones dedicadas al estudio de la magnífica obra producida durante la segunda mitad del siglo XVIII por los grabadores de punzones españoles sean todavía tan escasas. La actividad de nuestros punzonistas no sólo debería ser ampliamente valorada por su papel decisivo en el buen funcionamiento de la resurgida imprenta española, sino también por su actitud precursora en la realización exitosa de una industria sin tradición alguna en el país. La abundante y sin duda brillante producción tipográfica española de ese período continúa siendo prácticamente ignorada por las tradiciones bibliográficas foráneas y, de hecho, tampoco parece que haya despertado excesivo interés entre los historiadores del libro español.
Uno de los aspectos a los que no se ha prestado demasiada atención y que, por otro lado, bien pudiera considerarse una de las principales peculiaridades estilísticas de algunos de los caracteres diseñados en ese período, es su estrecha vinculación con las formas caligráficas. La particularidad caligráfica como elemento distintivo y diferenciador de nuestros caracteres en relación con los extranjeros, que ya apuntaba Updike en su conocida obra Printing Types, parece ciertamente lógica en un país con una tan arraigada tradición en esta disciplina. De hecho, a diferencia de la más bien escasa atención prestada a nuestra tipografía, las más prestigiosas figuras de la caligrafía española siempre han sido altamente valoradas más allá de nuestras fronteras.
De todas formas, pese a que Updike subraya que los tipos españoles de este período, especialmente las letras cursivas, presentan unas sorprendentes cualidades caligráficas, no parece que la influencia de la escritura manual en la tarea de nuestros punzonistas hubiera sido tan generalizada. En realidad, la actividad de los grabadores de punzones españoles estuvo principalmente supeditada a los propios modelos tipográficos, que siguieron de forma más o menos estricta y seguramente en relación con la capacidad técnica de cada uno de ellos. Pero lo cierto es que las cualidades caligráficas que Updike acertadamente percibe en los tipos españoles sí se muestran de forma muy evidente en los diseños de los dos grabadores formados en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Jerónimo Antonio Gil y Antonio Espinosa de los Monteros.
No parece en cualquier caso que la vinculación de los diseños tipográficos a la escritura manual fuera el resultado de una operación más o menos programada. Lo más coherente sería considerar que fue la propia inexperiencia de los grabadores de punzones españoles, incapaces de encontrar ejemplos aptos para establecer el diseño de los nuevos caracteres, la que propició que éstos optasen por buscar sus referentes entre los modelos caligráficos. De hecho, Updike ya apuntaba que la apariencia caligráfica de los tipos grabados por Gil, así como también de otros caracteres españoles de este período, entre los que sin duda habría que considerar los de Espinosa, es tan evidente porque traduce directamente el diseño de la forma escrita, es decir, interpreta que “these types were modeled directly on the Spanish handwriting then considered ideal for documents or letters meant to be handsomely rendered. For instance, italic letters, in some fonts in these specimen-books, end in little “dabs”, as if written with a pen overfull” 1 . Pero de todas formas, no considera que esta estrecha dependencia de la escritura manual sea una elección plenamente madura y voluntaria, en consonancia quizás con el peso de la fuerte tradición caligráfica característica en el país, sino que contrariamente la relaciona con la falta de experiencia de los grabadores de punzones españoles, considerando que en países en los que el oficio estaba ya arraigado, hacía años que se había desechado la ineficaz tendencia de copiar de forma tan directa las letras escritas para convertirlas en formas tipográficas.
Es evidente que la falta de tradición de esta disciplina pudo condicionar la tarea de nuestros punzonistas, que se vieron obligados a elegir sus referentes de ámbitos muy distintos. En este sentido, la vinculación de algunos de nuestros principales grabadores de punzones con conocidos calígrafos parece razonable si tenemos en cuenta el prestigio que estos últimos disfrutaban en la sociedad española de la época. Por lo tanto, parece comprensible que en general se considerase que los calígrafos eran los profesionales más aptos para definir las características formales de las letras, y los más capacitados para revisar y corregir las creaciones de los noveles punzonistas. Así parece que lo consideró Juan de Santander, el Bibliotecario Real, al implicar al más prestigioso de los calígrafos españoles de la segunda mitad del siglo XVIII, Francisco Javier de Santiago Palomares, en las tareas que Jerónimo Antonio Gil empezaba a realizar para formar el obrador de fundición de la Real Biblioteca.
Si bien no fue hasta el año 1761 que, por orden real, se le encargó el establecimiento de una imprenta agregada a la Real Biblioteca, Juan de Santander hacía ya años que trabajaba en este propósito y muy especialmente en adquirir los materiales para formar un obrador de fundición. En 1754 había hecho traer de Holanda cuatro fundiciones de letra, y posteriormente compró varios de los escasos juegos de matrices que existían en el país, en concreto los que poseía la viuda de José de Orga y los que habían sido de Gabriel Martín Cabezalero, e incluso arrendó los que pertenecían al Colegio Imperial de los jesuitas.
Conocedor de los problemas endémicos que habían caracterizado el sector, resolvió de forma acertada actuar contra el que consideraba el principal obstáculo que dificultaba el desarrollo de la imprenta española: la escasez de tipos de imprenta. Así pues, decidido a cortar la tradicional dependencia del material extranjero, insistió en su iniciativa de fundar un obrador de fundición como paso necesario para el buen funcionamiento de la Imprenta Real, con la voluntad manifiesta de que a la larga debería permitir también el poder abastecer con tipos de calidad a un amplio número de talleres de imprenta.
Sin embargo, pronto quedó convencido de la imposibilidad de formar una colección de matrices coherente juntando los escasos, y ya antiguos, juegos existentes en el país, así como también de la dificultad de reparar los defectos de éstos. Además, consciente de la política proteccionista impuesta por Carlos III, que hubiera hecho del todo inconveniente proponer la adquisición a un precio muy elevado de los materiales necesarios en el extranjero, optó finalmente por intentar realizar todo el proceso en España.
Para llevar a cabo esta difícil comisión se recurrió a Jerónimo Gil, quien conocía ya las particularidades del oficio y tenía cierta experiencia en esta especialidad. Si bien se había iniciado en dicha actividad completando o reparando las faltas de juegos de matrices ya existentes, su constancia le permitió vencer las muchas dificultades que comportaba esta disciplina prácticamente desconocida en el país y consiguió completar en su totalidad un cuerpo de letra. Gil presentó al bibliotecario mayor las matrices, los punzones y los contrapunzones del grado de letra llamado Atanasia y se ofreció a ejecutar todos los demás que se considerasen necesarios. Inicialmente, se le encargó la tarea de completar uno de los antiguos juegos de matrices, el de la letra Parangona, y después, visto el éxito y calidad de su trabajo, se le encomendó la fabricación de nuevos punzones y matrices para crear diversos grados de caracteres.
La participación de Francisco Javier de Santiago Palomares en este proyecto no sólo está perfectamente documentada, sino que incluso puede asegurarse que se inicia prácticamente en el mismo momento en que Santander confía a Jerónimo Gil la realización de tan magna empresa. En 1766, el mismo año en el que Gil inicia su vinculación con la Real Biblioteca, Santander solicitó a Palomares que estuviese presente en el reconocimiento y tasación, que debían hacer Jerónimo Gil y los fundidores de letra Miguel Sánchez y Joseph Pérez, de las matrices del Colegio Imperial que quería comprar para formar el obrador de fundición.
Palomares aceptó el encargo, “gustoso por ser genial en mi la afición a todo cuanto pertenece al admirable arte de imprimir” 2, como demuestra un documento con fecha de marzo de 1767, en el que efectivamente aparece el nombre del calígrafo, junto al de Gil y sus dos fundidores, dando el visto bueno a la adquisición de los materiales del Colegio Imperial. Pero cabe confirmar que la consulta de la documentación conservada sobre este asunto permite asegurar que la participación de Palomares no se limitó a la tasación de unas viejas matrices. Lo cierto es que continuará vinculado al proyecto revisando y corrigiendo las muestras de letra que se le remiten, varias de ellas fruto de las matrices que Santander había adquirido y otras como resultado de los punzones que Gil estaba grabando para el obrador de la Real Biblioteca.
El análisis de las varias muestras de letras grabadas por Gil y de las que Palomares ofrece su opinión en anotaciones al margen, dando su visto bueno o corrigiendo aquellos caracteres que no le parecen lo suficientemente correctos, inducen a pensar que el papel del calígrafo pudo ser en mayor medida meramente consultivo. Sin embargo, y aunque resulta bastante complejo establecer con exactitud el grado de participación de Palomares en los diseños de Jerónimo Gil, las particularidades estilísticas de los caracteres que el punzonista grabó durante este período, bastante alejados de los modelos que había realizado con anterioridad a su vinculación con la Real Biblioteca, inducen a pensar que la influencia del prestigioso calígrafo fue posiblemente mucho mayor de lo que en un principio pudiera parecer.
De hecho, no sólo no podemos descartar su posible influjo en la elección de referentes para los nuevos caracteres grabados por Gil, sino que incluso debemos considerar su más que probable influencia en la definición formal de algunos caracteres, básicamente en la concepción de la letra cursiva. Resulta curioso que Daniel B. Updike, sin tener noticia alguna de la participación de Palomares en el proyecto de formación del obrador de fundición de la Real Biblioteca, comparase el aspecto caligráfico de los caracteres diseñados en España en este período con las muestras de escritura aparecidas en el tratado Arte nueva de escribir, impreso por Antonio Sancha en 1776, y que de forma errónea consideraba el impresor americano una reedición del texto publicado en 1615, con el título Nueva arte de escribir, por el calígrafo del siglo XVII Pedro Díaz de Morante. En realidad, la falsa atribución es en cierta forma comprensible si se revisa el título completo de la obra, Arte nueva de escribir, inventada por el insigne maestro Pedro Díaz de Morante…, y en el que Francisco Javier de Santiago Palomares, el auténtico autor de este tratado de importancia decisiva para la historia de la escritura en España, se manifiesta heredero de la tradición y estilo de Díaz de Morante, ensalzando las excelencias del método de escribir que éste utilizó a principios del siglo XVII.
Lo cierto es que, con excepción de los caracteres grabados por Gil, no parece que puedan consignarse elementos característicos de este tipo de letra de escritura en la mayoría de los modelos realizados por nuestros punzonistas. De hecho, la definición formal de los diseños españoles de este período, incluidos los de la Real Biblioteca, se estableció con anterioridad a la aparición del famoso tratado de Palomares. Pero, de todas formas, parece claro que la principal aportación de Palomares y sus magníficas muestras fue la de recuperar una brillante tradición caligráfica que se había corrompido por las influencias externas, instaurando nuevamente el gusto por la letra bastarda identificada como el estilo nacional de escritura.
Un elemento que debemos tener en cuenta, y que puede confirmar el papel influyente de Palomares en la actividad del punzonista, es un borrador, a modo de muestra de letras, que el calígrafo dibujó y envió a Gil con una nota adjunta, con fecha del día 13 de abril de 1768, en la que escribía: “Amigo y señor D. Gerónimo, como anoche hablamos de muestras, o pruebas de letras, vine con animo de formar el borrador adjunto. Véale Vmd. Y muéstrele si gusta, al Sr. D. Juan [Santander]. En ella se descubrirá todo, así en redondo como en bastardo. De cada clase se debe hacer una muestra, y las rayas deben ser de viñeta. Creo que puesta en limpio hará un buen efecto”3. En este boceto, Palomares no sólo mostraba sus preferencias estilísticas en la formación de las letras redondas y cursivas, sino que también ofrecía a Gil un ejemplo de cómo debía presentar de forma correcta sus caracteres en una hoja de muestras.
Este ejemplo de distribución de caracteres lo utilizó Gil para componer una muestra en la que reproducía toda la variedad de estilos necesarios en un único cuerpo de letra (versales, versalitas, minúsculas redondas y cursivas, ligaduras, acentos, numerales…), y en la que se puede leer, en una indicación impresa al pie, que “Estas matrices son abiertas por Don Gerónimo Antonio Gil, año de 1765.”4 Aunque si bien es cierto que Gil abrió un juego completo de matrices con anterioridad a su actividad en la Real Biblioteca, parece más que probable que esta hoja de muestras hubiera sido compuesta con posterioridad al borrador de Palomares, que como se ha indicado fue realizado a principios de 1768.
Parece claro que los caracteres que Gil exhibe en esta muestra presentan ya ciertas características que no se corresponden con el modelo renacentista que el punzonista siguió en sus inicios, y en los que copiaba fielmente el modelo que le ofrecían las escasas matrices existentes en el país. Asimismo, se conserva una muestra con los diseños de la letra Atanasia que Gil presentó inicialmente a Santander para demostrar su capacidad para ocuparse del proyecto que el bibliotecario real tenía en mente, que permite confirmar la absoluta vinculación de sus creaciones iniciales con los modelos renacentistas, popularizados principalmente por el francés Claude Garamond, que monopolizaban la impresión en España desde que a mediados del siglo XVI habían reemplazado a las viejas letrerías góticas procedentes del período incunable. Se podría fácilmente imaginar que su inicial vinculación con el fundidor Bernardo Ortiz, para quien había trabajado completando o reparando sus viejos juegos de matrices, no sólo le habría permitido adquirir la experiencia necesaria para realizar esta actividad, sino que también le pudo haber facilitado la adquisición de un modelo de referencia para sus creaciones.
La comparación de los caracteres grabados en esta fase inicial, con los de la hoja de muestras adjunta a su solicitud de ayuda, presentada al monarca en 1774, así como los del volumen Muestras de los nuevos punzones y matrices para la letra de imprenta executados por orden de S.M. y de su caudal destinado a la dotación de su Real Biblioteca, publicado en 1787, demuestra una evidente evolución en los diseños de Gil. En realidad, y pese a que se sigue moviendo entre las formas de corte humanístico, su modelo inicial renacentista parece haber sido substituido por el barroco representado por los caracteres holandeses del siglo XVII. Se percibe en los nuevos diseños de Gil un ligero aumento en el contraste entre los trazos gruesos y finos, el incremento de la altura de la x, y por tanto una reducción de las ascendentes y descendentes, así como también la aparición de pequeñas gotas en las terminaciones de las letras c, f, g, r o y, elemento característico de algunos diseños barrocos o neoclásicos.
En la gran hoja de muestras que presenta en su solicitud de ayuda de 1774, Jerónimo Gil exhibe toda la variedad de cuerpos de letra en los que estaba trabajando y de los que algunos estaban todavía por concluir. Utilizando un texto de gran brevedad, “Christophorus Plantinus, Regius Antuerpiensis Architypografus…”, que repite para cada grado de letra, demuestra su voluntad manifiesta de presentar exclusivamente los nuevos diseños en perjuicio de los caracteres de estilo renacentista, de los que no hay ni rastro en este espécimen. También se presentan en esta hoja ejemplos de alfabetos orientales: hebreo, griego y árabe, así como una letra gótica, que en realidad es una letra visigótica del ámbito castellano-leonés; sin duda un ejemplo más del decisivo influjo de Palomares, uno de los más prestigiosos paleógrafos de su tiempo, en la actividad que estaba realizando Jerónimo Gil.
Por el contrario, el libro de muestras de la Real Biblioteca, impreso en 1787 por orden del entonces director de la imprenta y obrador de fundición de la Real Biblioteca Manuel Monfort, ofrece una imagen mucho más confusa de las características formales de los diseños de madurez de Jerónimo Gil. Los caracteres que el punzonista grabó para la Real Biblioteca se entremezclan en ocasiones, a veces confundidos dentro de un mismo grado, con aquellos de corte renacentista que grabó en sus inicios, con los de las matrices adquiridas por Santander, e incluso con otros realizados posteriormente por los operarios que debieron reemplazar a Gil, seguramente sin tener la formación y habilidad suficiente, en la tarea de completar aquellos juegos de punzones que aquél no había podido terminar.
En las setenta y cuatro páginas que forman el volumen, realizado en una estructura compositiva idéntica al Manuel Typographique de Pierre-Simon Fournier, se presentan los diversos grados que ya aparecían en la hoja de 1774 (varios de ellos fundidos también en un cuerpo superior), además de letras griegas, hebreas y árabes, una amplia variedad de capitulares, algunas viñetas, y finalmente una nueva cursiva de texto, vinculada sin duda a los diseños de transición que había popularizado el citado Fournier y que muy probablemente se realizó con posterioridad al traslado de Gil a Méjico. Cabe recordar que el volumen de muestras se imprimió casi una década después de que Gil dejase el país rumbo a su nuevo destino, y pese a que partió cargado con las herramientas necesarias para cumplir la promesa que le hizo a Santander de continuar en Méjico la obra que había dejado sin terminar, no hay constancia de que mandase nuevos punzones para completar la colección del obrador y, en cambio, sí se documentan los varios, aunque poco fructíferos, intentos de encontrar un nuevo punzonista que pudiera concluir las tareas que habían mantenido ocupado a Gil durante más de doce años.
Pero al margen de la evidencia más o menos clara de sus referentes tipográficos, lo cierto es que la variedad estilística de los caracteres de la Real Biblioteca los convierte en los más originales dentro de la ya de por si excepcional, no sólo por su calidad sino básicamente por su falta de antecedentes, producción española de este período. En este sentido, no podemos dejar de mencionar la particularidad de su diseño que más ha llamado la atención: la peculiaridad formal de las letras J y U mayúsculas.
En realidad este aspecto ha sido ya ampliamente analizado por Enric Tormo, quien en varias aportaciones ha analizado la aparición de este pequeño apéndice o asta que, como apunta, no se encuentra en toda la producción tipográfica del siglo XVIII 5. Considera Tormo que esta “curiosidad tipográfica”, que se atreve incluso a bautizar como “gilismo” y que, por cierto, ya es perceptible en las capitulares de la hoja de muestras fechada en 1765, es un rasgo muy común en una buena cantidad de caracteres grabados al cobre anteriores y contemporáneos a Gil. La formación de esta pequeña asta es, en opinión de Tormo, el resultado de una dificultad de unión entre el trazo vertical descendiente y la curva de la base con sus diferencias de grosor en la talla al buril, motivado por la forma de corte empleada en el grabado de textos. Aunque parece claro que Gil, artista de importante trayectoria en el grabado calcográfico, pudo haber trasladado este rasgo característico de la talla en cobre al grabado de punzones con fines tipográficos, no debe olvidarse también que este es un detalle que aparece ya en algunos de los más destacados tratados de caligrafía españoles anteriores a Palomares. Esta pequeña asta se encuentra en las letras mayúsculas G y U dibujadas por José de Casanova, así como también en las de Juan Claudio Aznar de Polanco, por lo que también sería plausible suponer que su introducción en los diseños del punzonista pudo ser el resultado de la imitación directa de los modelos de escritura.
Con todo, las características más específicamente definitorias de los caracteres de Jerónimo Gil se encuentran básicamente en el diseño de su letra cursiva. De hecho, la evidente influencia caligráfica, así como el más que plausible eclecticismo de su definición formal, diferencian los caracteres cursivos grabados por Gil de cualquier posible antecedente directo y le otorgan un mayor grado de singularidad. Aunque algunas de las particularidades de esta letra cursiva la hacen difícilmente clasificable, lo cierto es que debido a la marcada disposición caligráfica de los terminales de las letras, e incluso a las variantes formales que presentan varias de ellas, como es el caso de la p, se percibe una cierta independencia de los antecedentes tipográficos y se presume una posible inspiración en los modelos difundidos por los tratados de escritura, en especial de la tradicional letra bastarda española cuyo uso Palomares se encargó de recuperar y normalizar durante la segunda mitad del XVIII.
Francisco Javier de Santiago Palomares fue el heredero de la auténtica tradición caligráfica española. La publicación en 1776 de su ya citado tratado Arte nueva de escribir supuso una auténtica revelación para los que consideraban necesaria la restauración de la antigua letra bastarda española, que desde mediados del siglo XVII había ido perdiendo su posición preeminente en beneficio de la llamada letra “de moda” o seudorredonda 6. Conocedor de la obra de los grandes calígrafos de nuestro país, que había estudiado a fondo, tomó de ellos, aunque básicamente de Francisco de Lucas y José de Casanova, la inspiración para un tipo de letra bastarda que debía suponer la restitución de la tradicional escritura española en oposición a los vigentes caracteres de inspiración foránea. Sus bellas láminas no sólo provocaron la admiración general sino también la rápida implantación de su modelo caligráfico.
A Juan de Iciar, el primer tratadista de caligrafía en España, con su Recopilación subtilísima de 1548, se debe el primer intento por normalizar el uso de la bastarda en el país. Pero no fue hasta que Francisco de Lucas publicó su Arte de escribir en 1580, cuando se otorgó a este tipo de letra su diseño y su auténtica definición formal. Lucas dio a la bastarda las proporciones, forma y aire que ha conservado hasta hoy, diferenciándola para siempre de la cancilleresca italiana, así como de otras letras cursivas desarrolladas a partir de los caracteres impresos 7. Posteriormente, siguiendo el ejemplo de Lucas, también sobresalieron en el dibujo de la bastarda los mejores calígrafos del Siglo de Oro, Pedro Díaz de Morante, autor del tratado Nueva arte de escribir (1616), y José de Casanova, cuyo Arte de escribir toda forma de letras se imprimió en 1650; ya en siglo XVIII, Juan Claudio Aznar de Polanco, pese a que en su tratado Arte nuevo de escribir por preceptos geométricos, impreso en Madrid en 1719, se caracterizó por fiar su método a la estricta utilización de unas reglas geométricas, también consagró la mayor atención a la definición formal y a un estricto análisis de la clásica letra bastarda española.
La identificación de la letra bastarda como el modelo de escritura nacional, resultado de la evolución autóctona de los modelos cancillerescos, adquiere en opinión de Palomares una mayor dimensión. No sólo considera que los modelos difundidos por Iciar o Lucas tuvieran un papel decisivo en la concepción de los caracteres que tanta fama dieron a las impresiones del célebre Plantin, sino que también insinúa que fueron los españoles los que propagaron “el arte de escribir en Roma, y en otras partes de Italia, en donde se hicieron matrices de letra al gusto español, que llamaron itálicas. Sobre el buen pie de éstas Sebastián Grif, impresor francés, aumentó alguna novedad, con tan buen suceso que habiendo gustado generalmente sus ediciones de letra bastarda, quedó con el nombre de Grifa, o del Grifo, y viene a ser un compuesto de las hermosas letras bastardas española e italiana” 8. De todas formas, no parece sencillo confirmar la opinión de Palomares en relación al papel decisivo de la letra española en la concepción inicial de la cursiva de imprenta, fruto sin duda de la alta consideración que el calígrafo tenía por la tradición que le antecedía. Pero lo cierto es que el prestigio adquirido por la antigua letra bastarda facilitó sin duda la propuesta restauradora de Palomares, quien propició la recuperación de los tradicionales modelos de escritura e incluso participó en la formación de unos caracteres de imprenta en los que, con toda probabilidad, expresó de forma directa los principios caligráficos que caracterizaban la clásica letra española.
Si bien es cierto, como ya se ha indicado, que el tratado de Palomares no había visto todavía la luz en el momento en que éste dirigía y supervisaba las tareas que Gil realizaba en la formación de los punzones y matrices de la Real Biblioteca, su amplio conocimiento de la mejor tradición caligráfica española y su apuntada consideración de la letra bastarda como el origen de la letra itálica o cursiva de imprenta, tuvo que permitirle ofrecer al punzonista una perfecta asimilación de los principios difundidos por los antiguos maestros de la escritura. Seguramente reveló a Gil los principios de la letra bastarda, así como también debió mostrarle ejemplos de la letra Grifa, o sea la cursiva de imprenta, que también había tenido un papel destacado dentro de los antiguos tratados caligráficos. En realidad, pese a que Francisco de Lucas ya distinguía en su tratado la letra grifa de la letra bastarda, también era muy consciente de las similitudes y deudas que existen entre ambas 9, por lo que cabe suponer que el propio Palomares pudo también considerarlas perfectamente complementarias.
A pesar de la dificultad manifiesta de encasillar estilísticamente los caracteres cursivos de Gil, lo cierto es que sus referentes parecen mucho más cercanos a los modelos de la letra grifa, que conocemos por algunos tratados de caligrafía españoles, que no a cualquier otro antecedente de origen tipográfico. Un análisis detallado de los ejemplos de este tipo de letra que aparecen en los tratados de Lucas, de Casanova o sobre todo de Aznar de Polanco, permite valorar la posible influencia que estos modelos pudieron ejercer en la concepción de los caracteres de Jerónimo Gil.
En este sentido, la extraordinaria similitud existente entre los caracteres grabados por Gil y las muestras de letra grifa que aparecen en el tratado de Aznar de Polanco resulta altamente reveladora. Con todo, la opinión de Palomares sobre el método caligráfico utilizado por Aznar de Polanco no era excesivamente buena, ya que incluso le acusaba de ser uno de los principales responsables de la corrupción que posteriormente afectó a la escritura española: le recriminaba que “por haberse empeñado en reducir a reglas geométricas los caracteres antiguos o modernos, fue causa de que los demás maestros abandonasen las reglas del arte, y la pusiesen en confusión, introduciendo varias novedades caprichosas, que corrompieron el carácter magistral bastardo, y produjeron la letra seudoredonda, que es la que generalmente se enseña en las escuelas con aplauso de los que ignoran la serie progresiva de nuestros buenos caracteres” 10. De hecho, el mismo reproche que servía para enjuiciar la obra de Aznar de Polanco, para muchos el maestro de la letra bastarda 11, Palomares también lo hacía extensible para la de Durero, quien de la misma manera había pretendido reducir las letras a simples formas geométricas.
No obstante, hay que tener en cuenta que Jerónimo Gil no era un simple artesano. A diferencia de lo que era habitual entre los escasos grabadores que se habían dedicado a esta disciplina, Gil superó una amplia formación académica: realizó estudios de dibujo y grabado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y se convirtió en un artista altamente valorado. Del inventario de los títulos que contenía su rica biblioteca, que quedó en Méjico después de su muerte y que, por cierto, contenía “un tomo sobre fundición de caracteres de imprenta” 12, seguramente el Manuel Typographique de Fournier, se descubre la personalidad de un hombre ilustrado y culto. Por lo tanto, cabría preguntarse si Gil siguió de forma sistemática las indicaciones de Palomares, o si, por el contrario, teniendo también en consideración su fuerte personalidad, aceptó los consejos del calígrafo pero conservando una cierta independencia creativa en consonancia con su amplia formación académica y su contrastada capacidad artística.
De todas formas, más allá de la provisionalidad de muchas de las conjeturas que aquí puedan realizarse, fruto del análisis de los materiales documentales que por el momento se han podido consultar, puede afirmarse que los caracteres cursivos que Jerónimo Gil grabó para el obrador de la Real Biblioteca participan de muchas de las características que definen las formas caligráficas y, en especial, con la forma más emblemática de escritura española, la letra bastarda.
El proyecto de formación del obrador de fundición de la Real Biblioteca fue el resultado de la primera iniciativa institucional de reunir una colección de punzones y matrices de producción autóctona, que pudiera competir en cantidad y calidad con las mejores de Europa. Asimismo, si reconocemos la vinculación de sus diseños con la mejor tradición escrituraria nacional, no resultará nada arriesgado considerar los caracteres de Gil como los más característicamente “españoles” de toda nuestra producción tipográfica. De hecho, los posteriores intentos de recuperación de los modelos tipográficos del pasado estuvieron casi siempre relacionados con la reivindicación de la más próspera tradición nacional, como en el caso de la letra bastarda de Ceferí Gorchs o el gótico incunable de Eudald Canibell, pero también con la ponderación de aquellos caracteres tipográficos que se relacionaban con los mayores logros cosechados por la imprenta española de la segunda mitad del siglo XVIII.
En los nuevos tipos de letra bastarda que Ceferí Gorchs presentó en 1888, pese a la buena voluntad del fundidor catalán, que se lamentaba de “el abandono en que se dejaba el gallardo carácter de letra cursiva española, que redondeó y llevó a su mayor grado de perfección el Sr. Don José de Iturzaeta”, por lo que “movido por estas ideas, concibió el firmante la de restaurar, por medio de los tipos móviles de imprenta, la hermosa letra bastarda española” 13, lo cierto es que los diseños de su bastarda poco tienen que ver con la letra bastarda clásica. Se limita a reproducir los modelos que popularizó el calígrafo José Francisco de Iturzaeta que, como apunta Cotarelo, contribuyeron a introducir una letra poco estética “basada en influencias externas que arruinaron la antigua bastarda y la dejaron sin sustancia”. 14
De la misma manera, la recuperación de las formas tipográficas relacionadas con las producciones más notables de nuestra imprenta también ha carecido casi siempre de una base histórica lo suficientemente sólida. Esta tendencia debe conectarse casi exclusivamente con la brillante producción de la época dorada de la imprenta española, y en especial con la actividad del más afamado de nuestros impresores de este período, Joaquín Ibarra y Marín. La comercialización en 1931 de la tipografía Ibarra, por parte de la Fundición tipográfica Richard Gans, inició la tendencia incomprensible de otorgar al célebre impresor zaragozano la paternidad de unos tipos que éste, como tantos otros impresores, tan sólo empleó en componer sus bellas páginas, omitiendo cualquier mérito al auténtico autor de los diseños, en este caso Antonio Espinosa de los Monteros.
Confiemos en que los varios proyectos que actualmente trabajan en la recuperación de las tipografías del siglo XVIII, especialmente las de la Real Biblioteca, tengan en cuenta no sólo los varios aspectos que condicionaron la concepción de esos diseños, sino que también sepan atribuir de manera justa los méritos de su autoría.
Albert Corbeto
Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona
Texto publicado en Ponencias del Segundo Congreso de Tipografía.
Las otras letras, Valencia, 2006, p. 54-59
NOTAS
1 UPDIKE, Daniel Berkeley, Printing Types. Their history, Forms and Use, 2ª ed., Harvard University Press, 1937, vol. II, p. 87.
2 Biblioteca Nacional (BN), Archivo, 0079/05
3 BN, Archivo, 0077/01
4 BN, Archivo, 0077/01
5 [Tormo Freixas, Enric], «Noticia de Gerónimo Antonio Gil», Boletín del Gremio de Artes Gráficas, p. 9-10.
Tormo Freixas, Enric, «De tipografía», Història i actualitat del disseny gràfic a Barcelona, Barcelona, metròpolis mediterrània, 3, p. 79.
6 Cotarelo y Mori, Emilio, Diccionario biográfico y bibliográfico de calígrafos españoles, Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, Madrid, 1913-1916, p. 13.
7 Martínez Pereira, Ana, Introducción a Francisco de Lucas. Arte de escribir (facsímil de la edición de Madrid, Francisco Sánchez, 1580), Madrid, Calambur, 2005, p. 15.
8 Santiago Palomares, Francisco Javier, Arte nueva de escribir, inventada por el insigne maestro Pedro Díaz de Morante, e ilustrada con muestras nuevas, y varios discursos conducentes al verdadero magisterio de primeras letras, por D. Francisco X. de Santiago Palomares… Se publica a expensas de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, A. Sancha, Madrid, 1776, p. IV-V.
9 Martínez Pereira, op. cit., p. 15.
10 Santiago Palomares, op. cit., p. II.
11 Barker, Nicolas, «The art of Writing in Spain», Actas del XVIII Congreso de la Association Internationale de Bibliophilie, Madrid, 1993, p. 19.
12 Báez Macías, Eduardo, Jerónimo Antonio Gil y su traducción de Gérard Audran, Universidad Nacional de México / Instituto de Investigaciones Estéticas, Méjico 2001, p. 38.
13 Colección de trazos selectos en los idiomas y dialectos usados en la Península Ibérica impresa con los nuevos tipos de la Bastarda española, Barcelona, Imprenta del «Correo Tipográfico», 1888, p. 7.8.
14 Cotarelo Mori, op. cit., p. 393.