De acuerdo con un propósito práctico, podemos definir una letra como capitular cuando esta sea mayor que las letras de caja alta o baja que la acompañan. Antes de comenzar su estudio podemos dar un breve repaso al origen y desarrollo de sus inmediatas predecesoras, las ricas iniciales ornamentadas de los manuscritos del siglo XV.
Los más antiguos manuscritos romanos que conocemos están escritos con las letras capitales romanas y rústicas que con el paso del tiempo se transformaron en unas letras con formas más redondeadas que conocemos como unciales. En estos manuscritos apenas había espacio entre las palabras y el tamaño de las letras era uniforme; el aspecto compacto y la regularidad que se obtenía dotaban a la página escrita de una hermosa dignidad pero, por el contrario, eran difíciles de leer. Como ayuda a la lectura la letra inicial de cada párrafo se escribía en el margen con el mismo tamaño que el texto pero conforme el escriba encontraba más espacio disponible esta letra inicial iba siendo cada vez más grande y de formas diferentes a las otras. De este modo, sirviendo a un propósito útil, fue como nacieron las letras capitulares.
Poco tiempo después se produjo una modificación en el alfabeto, a partir de una simplificación de las letras unciales, convirtiéndose estas en semiunciales; esta modificación trajo consigo unas sustanciales ventajas en cuanto a rapidez de escritura, mayor legibilidad y superior aprovechamiento del espacio disponible.
Fue por tanto normal que las capitulares romanas cayeran en desuso para el cuerpo de texto, pero siguieron usándose en titulares, en la primera letra de los nombres propios y cuando hacía falta enfatizar algo; y en su utilización para señalar el principio de un párrafo en los libros, coloreadas, doradas y adornadas, era cuando alcanzaban su mayor grado de elaboración.
La ventaja práctica de destacar los principios de los párrafos debió ser importante en aquella época, si pensamos, por ejemplo, en los libros utilizados en los ritos litúrgicos por los monjes en lugares con poca luz como las iglesias, y la dificultad que entrañaría encontrar un fragmento determinado. Seguro que una colorida y destacada capitular ayudaría mucho para reconocerlo y situarlo.
Los primeros impresores imitaron a los calígrafos e iluminadores en el uso de capitulares y otros detalles de su trabajo. El primer libro que contiene su fecha de impresión, el famoso Salterio de Fust y Schoeffer de 1457, nos muestra una gran cantidad de estas letras, concretamente A. W. Pollard las cifra en 288 además de la gran B que comienza el primer Salmo. Esta letra está impresa en azul y con un borde interno de color rojo. Fust y Schoeffer poseían también unas letras capitulares, concretamente la Q y la T de similar belleza y calidad que la citada B.
Indudablemente existen capitulares, antiguas o modernas, mejor diseñadas y más bonitas en su conjunto, pero lo que es seguro es que las letras capitulares de este periodo inicial se pueden describir (teniendo en consideración el uso de dos colores en su realización) como las más suntuosas y ambiciosas logradas por medio de la imprenta.
De todas formas el uso no sólo del color y los adornos sino de cualquier tipo de capitular, sufrió un pequeño declive debido principalmente a dos razones: el deseo de economizar el coste y la oposición de los iluminadores y grabadores de piezas xilográficas que veían peligrar su profesión. Existen evidencias de que la primera de estas razones fue la que tuvo mayor peso: Gordon Duff nos cuenta como en algunas copias de la primera Biblia fechada, realizada en 1462 y que lleva la marca de Schoeffer, «se intenta imprimir el color azul y el rojo en la misma página, pero que aparentemente, y debido a su laboriosidad, el intento es abandonado. Entonces las letras rojas se imprimen en su color y las que deben ir en azul son impresas en hueco para posteriormente ser rellenadas de azul por los iluminadores». Esto nos muestra dos métodos en conflicto y que no pueden ser armonizados, pero el deseo de los primeros impresores de editar libros bellos y completos unido a la necesidad de hacer estos de forma rápida y con una tirada lo más amplia posible les hace evitar complicaciones y buscar la solución dejando los huecos libres donde los iluminadores insertes las letras capitulares. Para ello, una practica general fue imprimir la letra en caja baja en el espacio correspondiente para que sirviera de guía a los iluminadores menos adiestradosÉ el resultado fue que muchas de estas incongruentes letras aparecen frecuentemente abandonadas y solitarias en los impresos de la época.
Pero la inserción de las capitulares por parte de los escribas no solamente fue un método de poca confianza y un impedimento para que el libro llegara con rapidez del impresor al público; fue un error desde el punto de vista del oficio, era necesario encontrar una manera de hacer mejor las cosas. Un libro escrito e impreso parcialmente pierde su unidad, y la perdida de unidad en un trabajo de arte es un fiasco. De este modo el intento de usar el color en los libros impresos, basado en un deseo de emular e incluso imitar los libros manuscritos fue vencido por el tiempo y esto ocurrió principalmente porque el objetivo fue un error.
El primer impresor de Ausburgo, Gunther Zainer, cuyo su primer libro datado fue impreso en 1468, tuvo el honor de pertenecer al grupo de impresores que emprendió el camino correcto. Aún la aplicación del color a mano tenia un cierto uso y las primeras iniciales de madera de Zainer eran siluetas de las letras creadas para ser rellenadas de color por el rubicador, el hombre que se encargaba de añadir al mismo tiempo los títulos de los capítulos y otras notas. Pero el primer paso adelante más importante fue que éstas capitulares eran impresas en negro, lo mismo que el texto. El segundo paso, que supuso un significativo avance, consistió en rellenar el contorno interno y las zonas que rodean a la letra con un fondo decorativo en el que a veces añadía una decoración marginal. Estas letras, aunque destinadas al relleno de color por parte del rubicador, a veces eran impresas sin el mismo. El tercer y último paso tuvo lugar cuando los impresores realizaron pequeños ajustes de disposición en sus diseños que permitieron resaltar el atractivo de estas letras.
La realización
Durante los primeros días de la imprenta, los Gremios de Grabadores alemanes muestran una extraña pérdida de visión intentando impedir el empleo de las habilidades de su oficio en la producción de libros impresos. El conflicto llegó a tal extremo que solo se autorizó a Zainer a imprimir sus libros con la condición de que no contuvieran ninguna ilustración o letras capitulares. Al final, y con la intermediación de la Iglesia, se llegó al acuerdo de permitir a Zainer editar sus libros con grabados y capitulares, pero los bloques de madera serían realizados exclusivamente por miembros del gremio de artesanos de la madera. De este modo los grabadores lograron nuevas posibilidades para el desarrollo de su trabajos y aunque primeramente se limitaron a copiar las letras que aparecían en los manuscritos, pronto empezaron a elaborar sus propios diseños. Los diseños realizados se pueden agrupar de una forma natural de acuerdo con su nacionalidad. Así, podemos echar una ojeada sobre las principales características de las siete principales áreas de producción: Alemania, Italia, España, Francia, Países Bajos y más actualmente Estados Unidos e Inglaterra.
Una de las características comunes a los tipos alemanes del siglo XV es el grosor de sus trazos, por lo tanto es lógico que las capitulares que les acompañaban mostrasen la misma tendencia. Ambos, los tipos y los grabados de madera, eran frecuentemente toscos como las esculturas góticas pero sin embargo poseían un fuerte y vigoroso carácter nacional. Cuando a los ornamentos florales se añadieron animales grotescos, rostros humanos o figuras completas las letras adquirieron un divertido e incluso pícaro sentido del humor. El loco con una campana por sombrero era por aquel entonces parte de la imaginería de la época y aparecía con frecuencia en cualquier lado.
Las letras acompañadas de motivos pictóricos (Nos. 3 a 15) se desarrollaron rápidamente. Estas letras eran diseñadas para las Biblias y otros libros importantes. Para libros de motivos más generales los temas favoritos eran un profesor enseñando en clases, usado sobre todo en libros de carácter didáctico, y el autor de un libro presentando una copia del mismo a su patrón, que tenía un uso muy variado. Este tipo de letras eran prácticamente ilustraciones.
Entre los grandes artistas del norte de Europa, el interés de Durero por el alfabeto es bien conocido; este interés le llevó a diseñar un alfabeto romano basado en proporciones geométricas pero aparentemente nunca llegó a diseñar letras capitulares decoradas. Esto es difícil de entender ya que Durero estaba acostumbrado a dibujar intrincados ornamentos y a resolver las dificultades de realización que se presentan en un diseño, ambas cosas presentes en las letras capitulares, además de estar interesado en la imprenta y contando con su deseo de ver que sus realizaciones eran útiles para sus contemporáneos, y por aquel entonces las letras capitulares eran muy solicitadas. Quizás el realizara algunos diseños y estos quedaran ocultos por los nombres de sus grabadores aunque la realidad es que no existen pruebas que sugieran que esto haya ocurrido.
El pintor Hans Holbein «El Joven» diseño varias capitulares, usualmente decoradas con niños orondos riendo y jugando, animales y pájaros; su interés por la elaboración de libros fue estimulada por su amistad con el gran impresor Froben. El alfabeto utilizado en la serie de grabados «La Danza Macabra» es famoso aunque no puede evitar la sensación de que el fondo de los mismos son maravillosas pinturas dañadas por las letras puestas encima de ellas.
Las letras deberían haber sido dibujadas primero y su ornamentación, o en este caso podemos mejor decir su tema, realizado alrededor de ellas. Varios ejemplos del trabajo de Holbein se muestran en las letras reproducidas (No. 8 a 13).
En el segundo cuarto del siglo XVI hubo una gran demanda en Alemania de alfabetos decorados, las figuras 6 y 7 son un ejemplo de un juego completo reproducido en facsímil en el número de febrero de Burlintong Magazine de 1908, que acompañan a un artículo de Cambell Dogson en el cual escribe: «En este periodo se produjeron alfabetos completos no sólo con la intención de ser usados en libros sino también como publicidad de la habilidad de los grabadores, para la instrucción y provecho de otros oficios e incluso por el placer de coleccionarlosÉ El más notable de ellos es el alfabeto con unos niños jugando cortado en Ausburgo en 1521 por Jost de Negker siguiendo el diseño de Hans Weiditz y que de hecho no se puede encontrar en ningún libro»
De las letras utilizadas en Alemania en esta época la T, con una representación de una oficina de cambio, y la G, con un estudiante examinando un globo terráqueo (Nos. 14 y 15) son dos ejemplos interesantes Concretamente de la T se puede decir que ha sido dibujada y grabada «tipográficamente»; su línea base concuerda perfectamente para ser usada con los tipos estándar. La G pertenece a un juego que apareció en el Astronomicon Cesareum de Apiano y que fue vuelta a grabar por la Curwen Press. La capitular número 16 es un excepcional ejemplo de letra floreada y apareció en 1584 en una edición de la Biblia.
Las mejores capitulares italianas poseen una belleza cautivadora. Llenas de gracia y elegancia se combinan con los tipos romanos para formar una página perfecta. Descubrir un ejemplo de lo que se conoce como el patrón de «enredadera blanca (White Vine)» en un libro impreso en Roma sobre 1480 es algo difícil de olvidar (No. 17). El diseñador ( a uno le gustaría conocer quien era y que otros trabajos realizó) no estaba dominado por las reglas de la simetría ni por la idea equivocada de poner todas las letras, sin importar sus distintas proporciones, en un cuadrado decorado. Este estilo fue muy utilizado por Erhart Ratdolt, impresor alemán establecido en Ausburgo y que trabajó durante un tiempo en Venecia, que sentó las bases para una larga tradición de letras decoradas. La capitular número 18 pertenece a un libro veneciano de la época y las 19, 20 y 21 son adaptaciones de Francis Meynell para la Pelican Press. Un ejemplo de la mejora, estética y práctica, que supuso los grabados punteados de los fondos de los diseños de Ratdolt se puede encontrar en el trabajo del decorador de libros francés Geofroy Tory que uso ampliamente de ellos.
La figura número 23 muestra una letra capitular veneciana sin terminar. Es interesante porque nos muestra un estadio de su elaboración; el grabador parece que ha cortado primero la letra para después trabajar sobre las líneas centrales de las astas el dibujo decorativo. Una vez acabado el diseño remueve el fondo del mismo hasta que la línea que queda es lo suficientemente fina.
Recuerdo la primera colección de libros españoles antiguos que tuve posibilidad de contemplar con una mezcla de sorpresa y placer. Sus capitulares, bordes, ilustraciones y portadas no son bien conocidos ni apreciados como se merecen.
Aunque las capitulares españolas son abundantes, estas no gozan de la variedad presente en los libros alemanes y su distinto tratamiento, como se puede ver en los ejemplos reproducidos (Nos. 24 a 28). Los impresores actuales encontrarán una mayor fuente de inspiración en la imprenta francesa de la primera mitad del siglo XVI.
Las primeras capitulares alemanas, como las inglesas del revival liderado por William Morris, eran una expresión de una ornamentación natural y humanística impuesta, muy satisfactoriamente, a la imprenta; las italianas, ejerciendo su influencia clásica, expresan bellamente un gusto cultivado; por su parte las españolas muestran las reminiscencias de la influencia de la decoración y la arquitectura musulmanas, pero son las capitulares francesas las que verdaderamente se acercan a un diseño tipográfico.
Algunos de los primeros diseños franceses son eminentemente caligráficos (Nos. 29 a 33). Usados ampliamente por los impresores de París y Lyon primeramente se fabricaron en tamaños normales para posteriormente alcanzar un inusual tamaño que hacía que ocuparan toda la página como se puede apreciar particularmente en la figura número 33. Estas letras exhibían una marcada tendencia caligráfica con elaborados rasgos y florones y a las mismas se fueron añadiendo figuras humanas, animales y máscaras de formas grotescas.
Como ya hemos mencionado, la primera mitad del siglo XVI fue una época especialmente trascendente para la tipografía francesa. Grandes nombres nos remiten a este periodo: la familia de los Estienne, Simon de Colines como editores, el cortador de tipos Claude Garamond y el decorador de libros Geofroy Tory, artista, erudito y artesano y que en sus diseños acusa la influencia que recibió durante su estancia en Italia. Las figuras números 43 a 55 muestran unos ejemplos de sus diseños.
Tory utilizaba habitualmente una base punteada para las letras que grababa con líneas blancas sobre fondo oscuro (Nos. 53 a 55). Sin este tratamiento el impresor podía mostrar una queja justificable frente al diseñador ya que el negro sólido no se podía imprimir satisfactoriamente junto con el tipo. Si la capitular era fuertemente entintada para conseguir un color negro compacto esto hacía que el texto quedara sobreentintado y para evitar que esto no pasara y que el color de ambos, capitular y texto, fuera homogéneo, el fondo de las capitulares se realizaba de forma que este no fuera compacto utilizando para ello un patrón punteado que aliviara su densidad.
Los primeros impresores de los Países Bajos no produjeron unas letras capitulares lo suficientemente diferentes a las realizadas en Alemania como para formar un grupo diferenciado. Más tarde, en la segunda mitad del siglo XVI el impresor francés Christophe Plantin se vio forzado, por problemas religiosos, a abandonar Francia y estableció su famoso negocio en Amberes. Plantin usó ampliamente las capitulares decoradas y aunque algunas, por su excesiva decoración no eran muy afortunadas, otras eran realmente distinguidas. La Q mayúscula (No. 69) es característica de su época y nos muestra una decoración bien ajustada a la letra; su grabado es sin lugar a dudas espléndido. Lo mismo se puede decir de la caligráfica P y de la G (Nos. 70 y 71). Todas ellas armonizan en color con la mayoría de tipos de Plantin.
En América han aparecido algunos eminentes impresores en los últimos años pero, hasta donde yo conozco, no ha aparecido lo que podríamos considerar como una escuela o un estilo de letras capitulares. Por ejemplo Bruce Rogers en la edición que realizó de los «Ensayos» de Montaige utilizó las letras capitulares y los ornamentos de Geofroy Tory.
En los primeros años de la imprenta en Inglaterra tampoco encontramos ninguna escuela característica en cuanto a las capitulares se refiere. Las ediciones de William Caxton tenían un diseño pobre y poco elaborado y no es hasta la segunda mitad del siglo XVI cuando aparecen diseños de capitulares al estilo de los realizados en Francia por Geofroy Tory de la mano de John Day un impresor establecido en Londres.
No fue hasta 1891, año en que fue fundada la Kelmscott Press, cuando Inglaterra puede demostrar que posee una imprenta capaz de componer armónicamente las letras capitulares con los tipos para texto. Las letras elaboradas por William Morris (No. 72), por su diseño y unidad con los tipos y ornamentos que utilizaba para sus ediciones, tienen su sitio en la historia de la imprenta. En esta época otros impresores usaron también excelentes capitulares entre las cuales las utilizadas por la Eragny Press (No.73) son un bello ejemplo.Tan alta estima llegó a tener el trabajo realizado por William Morris que sus colegas contemporáneos veían imposible mejorar la ornamentación de los libros. Cuando Thomas Cobden-Sanderson y Emery Walker fundaron la Doves Press en 1900, adoptaron una nueva línea de diseño editorial basada paradójicamente en las formas de hacer antiguas. Para una de sus primeras ediciones, «El paraíso perdido» de Milton cortaron dos iniciales sin decorar para la primera página y fueron los calígrafos Edward Johnston y Graily Hewitt los encargados de colorearlas. Lo mismo hizo John Hornby en su Ashendene Press con una edición de las obras de Dante que Graily Hewitt decoró. En cierta forma se volvió a los primeros tiempos de la imprenta.
El buen uso de las letras capitulares
Desde el punto de vista tipográfico, las letras capitulares tienen una importancia que no es nada desdeñable. Y esto es así porque se conforman en la página como un foco visual que proporciona énfasis, variedad y si su diseño es bueno añaden una placentera invitación a iniciar la lectura.
El examen de las cuestiones que atañen a su correcta composición debe de tener en cuenta tanto a la letra sola como acompañada de texto. Y esto es fundamental ya que no podemos valorar el correcto diseño de una letra capitular, su adecuada selección y su apropiado «color» si no es en conjunción con el tipo de texto con el cual va a ser utilizada.
Unidad entre la capitular y el tipo
La necesidad de una agradable combinación no excluye que entre la capitular y el tipo utilizado para el texto exista un pequeño y agradable contraste como el que da la impresión en color y el tipo negro, o una mayor riqueza del negro proporcionado por el peso de la capitular y por la decoración de la propia letra. Pero en términos generales la letra capitular debe armonizar en «color» con el tipo del texto; si es demasiado oscura parece que no forma parte del texto quedando como si estuviera aislada y por el contrario si la capitular es demasiado clara el espacio que ocupa puede parecer vacío aparte de fallar en el requerimiento de dar un comienzo agradable a la lectura.
Uso de letras de cuerpos mayores como capitulares
Cuando se usan letras de la misma fuente pero de mayor tamaño como capitulares se obtiene ciertamente una unidad de forma, pero al ser estas letras generalmente de más peso que los tipos de texto la unidad de tono y de peso realmente se pierde. Además los tipos están diseñados primariamente para combinarse con otras letras de similares características de un tamaño generalmente reducido; cuando estas letras se separan y se utilizan solas a un tamaño mayor, raramente realizan satisfactoriamente la labor destinada a una letra capitular. Los remates, para mencionar un detalle, son invariablemente demasiado largos y pesados para los requerimientos de una letra sola de una considerable dimensión. Cuando se requieren letras capitulares sencillas de la misma fuente que las utilizadas para el texto, es preferible que sean diseñadas y cortadas a propósito. Si hablamos de libros, es preferible buscar una armonía entre elementos análogos que entre elementos contrastados. Además, los impresores deben observar que una letra que parece demasiado pesada cuando se imprime en negro, la misma letra impresa a color puede parecer más ligera e incluso ganar en unidad con el texto.
La unidad entre la letra capitular y el texto es esencial para la sencillez de la página impresa. Esta sencillez es de gran valor para aquellos libros que, por su naturaleza o dificultad, ningún elemento que distraiga la atención debe interponerse entre el lector y el texto.Las letras capitulares deben alinearse con las líneas de texto. Los errores de alineación son frecuentes. El espacio en blanco que ocasiona debajo de la letra afea la composición. Si bien sobre gustos no hay nada escrito, un defecto de este tipo en un libro que reclama haber obtenido una cierta consideración tipográfica es algo inaceptable. Si la letra está decorada, la parte superior de la propia letra es la que debe alinear con la línea superior del texto, en este caso sobre la letra debería existir solamente un pequeño ornamento.
Asimismo no existen razones suficientemente fuertes que aconsejen que una letra capitular sea compuesta siempre en «arracada» con el texto. En un libro con márgenes amplios, la letra puede disponerse de manera totalmente separada del texto. Por ejemplo en poesía este método es muy conveniente ya que la letra capitular en el lado izquierdo equilibra los finales de línea quebrados del lado derecho.
Capitulares sin decoración
La letra clásica romana, tan moderna ahora como cuando fue grabada en la Columna Trajana y sobre el Arco de Constantino, expresa la belleza en sus formas limpias de una manera tan clara que no hace falta añadirla ornamento alguno. Pero si bien en las inscripciones lapidarias su presencia espaciosa y sosegada no ofrece ningún interrogante en su uso, en el libro como capitular tiene ciertas limitaciones.
Las capitulares romanas pequeñas hacen un buen servicio si su grosor no es muy grande (No. 89 a 92). También dibujando su contorno externo se puede conseguir un conveniente peso (No. 84, 88 y 97) así como engrosando solamente una línea (No. 93). Las letras con el contorno dibujado son apropiadas para usarlas con páginas compuestas en itálica por su delicadeza y gracia. Las capitulares sencillas son apropiadas para su uso en páginas de poesía debido al espacio en blanco que se genera por la longitud desigual de las líneas y su agrupación en estrofas. Este espacio en blanco entra en sintonía con la apertura de las letras y logran un resultado armónico y digno.
Pero cuando son usadas con una composición de prosa compuestas con un tipo estrecho en líneas justificadas y con poco interlineado (que genera un «color» tipográfico especialmente contrastado) las formas de las letras como la C o la O aparecen como si estuvieran vacías, y muestran un espacio que parece que debe de ser llenado por el texto que las rodea. En estas circunstancias es aconsejable añadir a la capitular un pequeño ornamento no tanto con el fin de embellecer la letra sino de hacerla armonizar con el texto.
El diseño de capitulares ornamentadas
La cuestión del diseño está implícita en los apartados anteriores, no obstante aún se pueden añadir algunos puntos importantes: La propia letra, el símbolo que leemos, no debe contener en su forma ningún ornamento que dificulte su identificación (P.ej. No. 34). No obstante, la letra no debe parecer «plantada» encima de un fondo sino que los adornos deben de envolverla respetando sus formas básicas.
El área del fondo no debe exceder las proporciones de las letras. Las letras I y J pueden considerarse excepciones ya que al ser demasiado estrechas pueden colocarse tanto encima de un cuadrado como de un rectángulo, aunque colocar todas las letras en un cuadrado es un error, muy común por cierto incluso en artistas de la talla de Durero o Holbein. Por ejemplo la P romana es una letra estrecha y sus ornamentos no deberían sobrepasar sus proporciones (No.35).
La mayoría de las capitulares decoradas llevan un exceso de ornamentación especialmente en su parte superior; incluso las mejores parece que han sido diseñadas pensando en que luzcan bien separadas y solas y no acompañando al texto en una página impresa. Una buena capitular debe de ser diseñada pensando en que el impresor la pueda ajustar, el símbolo y no el ornamento, de forma razonable con las letras que la acompañan.
Los mismo se puede decir de las capitulares sencillas sin ningún ornamento, por ejemplo las colas de las letras R o la Q no deben extenderse demasiado de forma que las letras que siguen no queden muy separadas.
El borde del fondo debe de ser irregular como muestra la letra No. 74 y cuando la naturaleza del diseño lo permita abierto como el de la letra No. 73. Esto ayuda a la unidad de la capitular con el texto permitiendo al ojo del lector «penetrar» en el mismo a través de la apertura de la letra y a la vez armonizar con la línea de texto. Las líneas duras y cerradas rodeando una letra capitular aíslan a ésta del texto y la convierten en una mancha sobre la página.
No hay que olvidar tampoco otra forma de decorar un libro que es utilizando bordes y «flores de impresor» un método más acorde quizás con la propia tipografía y es que aunque las capitulares así como la portada de un libro pueden ser ricamente elaboradas, éstas deben realizarse desde el punto de vista de la tipografía y sirviendo al espíritu del libro impreso. La mejor decoración nace del propio contenido y no puede ser impuesta desde fuera del mismo.
Traducción del artículo de Percy Smith
discípulo de Edward Johnston
Artículo publicado en la revista «The Fleuron»
editada por Stanley Morison y Oliver Simon
durante los años 1923 a 1930