Los manuales, las recetas o consejos, traten de la materia que traten, aparejan variadas ventajas. Si se está perdido en medio de la tormenta, se trata de una inestimable brújula. Siguiendo la agujita se llegará a buen puerto y sin mayores novedades. El problema surge cuando la intención no es llegar ni a buen puerto, ni sano ni salvo.
Si el tiempo está más bien despejado o simplemente se posee un cierto espíritu aventurero, la brújula sólo dirá dónde queda el polo. Vuelta a interrogar, responderá con la misma falta de gracia: «el norte está para allá». Es indudable que han sido los experimentales, audaces y arrojados quienes descubrieron, en su momento, nuevos e intransitados caminos. Pero, seguramente, llegaron a esa encrucijada después de intentar los trillados y recomendables pasos que un manual alguna vez les prescribió. No debe olvidarse, además, que la manualística se corresponde con un estado mental y una época. La pregunta es, no sólo si debe recomendarse un manual, sino ya, si estos debieran existir. Emil Ruder, autor de uno de esos manuales de diseño tipográfico, desgrana aquí algunas opiniones y consejos. De seguirlos, negarlos o discutirlos depende buena parte de lo que un diseñador aspire a lograr con su trabajo.
La labor del tipógrafo, como cualquier otra artesana, está estrechamente unida a su época y sometida a las exigencias y a los medios de su tiempo. La tipografía ofrece dos carices: por una parte está condicionada por la finalidad práctica, y por la otra, se expresa en un lenguaje artístico formal. Ambos aspectos, el utilitario y el formal, son determinados directamente por la época, por las prioridades del día, que acentúan algunas veces la forma y otras la función. Y ocasionalmente surge una época privilegiada en la que forma y función se alían en un armonioso equilibrio.
Más que un arte gráfico aplicado, la tipografía es la expresión conjunta de tecnología, precisión y buen orden. Ya no se trata de esforzarse en interpretar complejos postulados artísticos. La tipografía se dedica a la tarea de resolver formal y funcionalmente la exigencia cotidiana; la exigencia imperiosa con la que debe cumplir todo diseño tipográfico es la diferenciación y ordenación de las cosas más variadas. Inabordable el texto en su conjunto, una vez dividido y repartido en páginas, con justificación e interlineado adecuados, se convierte en algo espontáneamente accesible al lector.
Una línea de más de 60 espacios traba la legibilidad; un interlineado demasiado estrecho destruye la linealidad del texto, mientras que un interlineado demasiado grande llama excesivamente la atención. La tipografía ofrece múltiples oportunidades de trabajar con valores rítmicos. Ya en los caracteres de imprenta existe una imagen rítmica, donde trazos rectos, curvos, verticales, horizontales y oblicuos se unen y se combinan en una cadencia visual. Un simple texto también es abundante en valores rítmicos: prolongaciones superiores e inferiores, formas redondas y agudas, simétricas o asimétricas.
El espaciado divide las líneas y el texto en palabras de longitudes desiguales, en un juego rítmico de varios tiempos y valores de diferente densidad. Las líneas quebradas o en blanco añaden sus propios acentos a la composición y, por último, la gradación de los cuerpos constituye otro medio excelente de impartir el ritmo a un trabajo tipográfico. De un simple texto bien compuesto nace ya por sí sola una visión de ritmo. El formato del papel también expresa movimiento, que está comprendido en las dimensiones equilibradas del cuadrado o en la alternancia de los lados largos y cortos del rectángulo.
El tipógrafo posee un sinfín de posibilidades de crear ritmo en su manera de situar la composición sobre el papel, y la forma del texto puede armonizar o contrastar en su ritmo con el del formato. Estas consideraciones pueden y deben ser transferidas a la tipografía.
Al contrario del Renacimiento, que relegaba al espacio no impreso el papel de simple fondo de lo imprimido, los tipógrafos contemporáneos reconocen desde hace mucho tiempo el espacio vacío de la superficie no impresa como elemento de diseño. El tipógrafo admite el blanco como valor creativo y conoce asimismo las variaciones ópticas del blanco. Los signos tipográficos impresos sobre papel blanco cautivan, activan y regularizan la luz; sólo pueden percibirse en conjunción con el área no impresa.
El valor impreso engendra su contra-valor, y los dos juntos determinan la forma general. Lo no impreso no es, por lo tanto, un vacío indefinido, sino un elemento esencial de lo impreso. El espacio interior blanco de una letra contribuye a su forma, y el diseñador de tipos deber equilibrar constantemente forma y contra-forma cuando los crea. Los diferentes efectos obtenidos por la combinación de letras resultan de la acción recíproca entre el blanco del espacio interior y el blanco de la separación entre letras. Separaciones estrechas dan un blanco más intenso y al mismo tiempo refuerzan la acción de la forma interior blanca.
Las letras pueden espaciarse hasta llegar a un equilibrio armonioso entre el blanco del espacio interior y el blanco del espaciado. El espaciado entre letras proporciona al tipógrafo el medio de reforzar o reducir el efecto de las contra-formas. La legibilidad de una composición puede verse perturbada cuando un interlineado excesivo produce, por un efecto de tiras blancas, una contra-forma demasiado importante, una contra-forma que domina la atención hasta tal punto que perjudica la forma, es decir, el conjunto gris de la línea de texto preciso para la legibilidad.
Un texto bien compuesto debe presentar un equilibrio entre lo impreso y los espacios en blanco, con el fin de realzar el valor de ambos elementos. En la composición general de un trabajo deben incorporarse la extensión y el valor de las áreas no impresas y esforzarse en distribuirlas de manera equilibrada con el fin de no perder el efecto de claridad que proporciona el blanco en un texto.
En la tipografía contemporánea el blanco ya no es sólo el fondo pasivo de los símbolos impresos; juntos actúan sobre una superficie determinada. El espacio entre los caracteres se convierte en un campo de fuerzas cuyas líneas invisibles surcan y se entrecruzan en el texto impreso. Podemos leer las siguientes palabras de Matisse en su artículo «Color y alegoría» : «Para mi la expresión no es la pasión que transparenta un rostro, por ejemplo, ni tampoco se manifiesta en un gesto violento, reside mas bien en la composición global de mi cuadro: en la superficie que contiene los cuerpos, en las áreas vacías que los rodean y en las proporciones».
Por otra parte, si se observa a la distancia, cada época nos ofrece una imagen cerrada y homogénea de sí misma. Los caracteres góticos ofrecen un parentesco sorprendente con otras realizaciones artísticas de la época; el Art Nouveau de principios de siglo queda reflejado en el tipo de letra de Otto Eckmann, y el constructivismo de los años veinte en los trabajos tipográficos de la Bauhaus. Para el contemporáneo, en cambio, una época nunca aparece de manera simple sino más bien caótica y desconcertante y ,sin embargo, deberíamos reconocer sin dificultad las principales características del siglo xx y entender que éstas resultan de los esfuerzos y tentativas de hallar una solución válida a los problemas que acechan al hombre moderno: sólo entonces la obra impresa podrá convertirse en un auténtico documento testimonial marcado por -y que refleje- los rasgos inconfundibles de nuestra época.
Los diferentes campos de la actividad creativa no son autónomos, y la tipografía no puede quedar marginada de la evolución general de los acontecimientos sin condenarse a la esterilidad. Pero al tiempo que acepte su condicionamiento técnico propio, puede y debe conservar cierta independencia e identidad propia a pesar de su estrecha relación con otros campos. Uno puede llegar a lamentar la facilidad con que la tipografía se deja influir por los movimientos y modas del momento, pero esa influencia es preferible a mantenerse alejada y ajena a toda evolución. Además, el verdadero creador se preocupa bien poco de la moda; sabe muy bien que el estilo no puede buscarse conscientemente y que éste sólo nacerá de un lento proceso.
Los especialistas modernos han insistido particularmente en la importancia de adaptar el diseño tipográfico a los tiempos. En 1931, Paul Renner escribió: «La imprenta no es un lugar que se dedica a proporcionar máscaras. Nuestra tarea no consiste en pertrechar un texto literario bajo un disfraz de moda, sino asegurarnos de que se vista según el estilo predominante de su época. Lo que buscamos es una tipografía vital y no una tipografía de teatro o de carnaval». Y en 1948, Stanley Morrison dijo: «La imprenta no pretende ser a priori un arte, sino la parte más conscientemente responsable de nuestra estructura social, económica y espiritual».
No obstante, la publicidad es otro desafío de la tipografía. La competición de ideas y productos exige hoy realizaciones publicitarias que atraigan la atención, y en esta actividad la tipografía participa muy activamente. El diseño tipográfico consiste en interpretar y dar forma al texto con la ayuda de una correcta selección de tipos entre una enorme gama, desde el más fino al más grueso, del más pequeño al más grande. El diseñador-tipógrafo debe disponer de una serie de familias de tipos que armonizan entre ellas. A este respecto podemos mencionar las veinte corte de tipos que componen la familia Univers.
Sería deseable que la tipografía canalizase sus esfuerzos hacia logros de esta índole, y se dedicara a ordenar y controlar la acumulación más o menos caótica de textos que invaden en la actualidad la fundición de tipos.
Publicado en el número 2 de la revista Diseñador