«Dos son compañía» El diseño a través de pares de opuestos

«Cada uno de los diseñadores que han inscrito su nombre en la historia de la tipografía ha sido a su vez un polemista, un pensador y un gran diseñador. Y el resultado es una rica historia en polémicas, sistemas lógicos y excelentes diseños.»

El diseñador gráfico ha sido, alternativamente a través del tiempo, un humanista, un artista o un funcionario. Y por detrás de esas definiciones es posible encontrar una sólida cosmovisión que da sustento a la actividad del tipógrafo. Sustento e ideas. Porque casi siempre el diseño de tipos está acompañado de una meditada fundamentación. El diseñador gráfico ha reunido en sí a la figura del teórico y el pragmático. En raras ocasiones una tipografía obedece a imperativos puramente estéticos: la necesidad de montar un aparato racional que explique el invento es notoria.

Cada nueva forma ensayada para dar forma a un alfabeto parece necesitar de las más delicadas operaciones silogísticas. Tal vez así Occidente obligue a pagar tributo sobre su bien más preciado: la razón sustentada en el poder del texto escrito. Cada uno de los diseñadores que han inscrito su nombre en la historia de la tipografía ha sido a su vez un polemista, un pensador y un gran diseñador. Y el resultado es una rica historia en polémicas, sistemas lógicos y excelentes diseños. Para recorrer muy someramente esa historia elegimos el camino del debate provocado en torno a pares de ideas opuestas. Que así se polemiza. Uno tiene una idea y alguien más tiene otra. Cuando se habla de «modernidad», unos evocan lo «clásico». Cuando otros hablan de experimentar, los de más allá piden que el asunto sea legible.

Una primera y muy reciente dicotomía podría muy bien establecerse entre lo digital y lo analógico. Tras siglos de diseño de tipos de manera analógica (dibujando, grabando, fundiendo), el formato digital (algunos ceros, algunos unos) introduce nuevas posibilidades y también nuevas limitaciones. Pero tal vez lo más apropiado sea comenzar antes. Mucho antes. Una vez, lo escrito frente a lo hablado fue una innovación tecnológica de fundamental importancia. Entendida en sus comienzos como una simple traslación de un universo de los sentidos a otro, aún en tiempos cercanos se registran intentos de crear un alfabeto de diseño fonético. El resultado, más anecdótico que práctico o eficiente, incluye fiascos nunca fundidos de algunos de los más racionalistas diseñadores del siglo, como Jan Tschichold, destacado integrante del movimiento de la Nueva Tipografía en la década del veinte. El objetivo de lograr una tipografía fonética sólo puede alzarse como imperativo del movimiento moderno y sin embargo el empeño culmina en una inviabilidad similar a algunos edificios de Le Corbusier demolidos por inhabitables.

Si ha sido particularmente difícil a la tipografía recrear un símil de sensaciones fonéticas, sí ha podido expresar dogmas o ideologías. En el siglo xv la diferencia entre mayúsculas y unciales reflejaba la diferencia entre clases sociales, además de introducir un matiz propio del lenguaje escrito. Por otra parte el régimen nazi condenó las tipografías secas como un «invento judío». Exabruptos aparte, la tipografía utilizada en la potente cartelería alemana del período, apela al nacionalismo, utilizando las germánicas y puntiagudas Fraktur. De difícil lectura y reproducción, aunque de indudable valor ideológico y sentimental, algunos diseñadores como Lucian Bernhard diseñan su propia versión de los tipos góticos. Claro que no hay reich que dure mil años y las dicotomías demuestran su escasa duración.

De hecho, Hitler manchará de sangre la tipografía Futura, habilitándola como tipografía oficial durante la segunda guerra. Al aséptico diseño de Paul Renner (autor de la Futura) le costará unas cuantas décadas limpiar su pasado, para volver sobre los ochenta con renovadas fuerzas. Antes, en la Bauhaus, Walter Gropius (su director) establece la obligatoriedad de escribir todo documento oficial de la escuela en bajas, o minúsculas. Como manifiesto es revolucionario, algo arbitrario y muy audaz. De no ser porque la fachada del nuevo edificio de la Bauhaus en Dessau ostenta un imponente letrero con el nombre de la escuela… en mayúsculas. En palabras del historiador americano del diseño Steven Heller, «la tipograf’a debe ser vista como algo más que un puente entre la escritura y la impresión o como una manifestación del lenguaje: es una guía cultural con la que pueden ser examinados una variedad de fenómenos sociales». La lectura del movimiento generado en torno a la Bauhaus podría consistir entonces en una abierta confusión (propia de la época) entre el afán moderno y la consolidación, finalmente, de un estilo propio. Nada más ajeno a su espíritu inicial.

Un nuevo hito en la discusión tipográfica, que va de lo moderno a lo clásico, no deja de cambiar de significado, casi con cada década. Al punto que casi cualquier cosa puede recibir hoy el calficativo de clásico o moderno. Así Paul Rand ha sido en sus últimos años un verdadero «viejo cascarrabias»: de protesta en protesta ante la irrupción de las nuevas tecnologías en el diseño. Clásico sin duda. Y sin embargo, su trabajo marca el ingreso de las ideas modernas en el panorama del diseño norteamericano. En este punto la discusión se vuelve un enfrentamiento entre lo nuevo y lo viejo. Por otra parte, los tipos desarrollados durante los siglos xvi y xvii (clásicos) continúan siendo los modelos para la mayoría de los emprendimientos tipográficos actuales. Algunos, muy levemente reformulados son puestos a la vanguardia de nuevos y revulsivos movimientos. Aun el trabajo de diseñadores como David Carson apela (alternativamente) a la discusión, el rechazo o el atentado a unas reglas y maneras de componer tipografía que podrían definirse como clásicas. » De todas las artes y oficios, ninguna vive tanto en la tibia y sucia agua de bañera del pasado como lo hace la tipografía» declara el diseñador británico Phil Baines en Typographic Magazine (1991). Esa referencia continua al pasado vacía de contenido los términos clásico o moderno. Cuando un nuevo paradigma se impone, tendemos a verlo todo bajo su luz. Y la luz posmoderna que nos alumbra hoy no es precisamente clara: Umberto Eco ha definido la posmodernidad como «una visita al pasado con ironía, sin ingenuidad». Clásico y moderno se convierten en estilos de un lejano pasado, a los que remedar, parodiar u homenajear, desde este presente sin historia.

Para Jan Tschichold «el objetivo de la tipografía no debe ser la expresión, y mucho menos la autoexpresión. En una obra maestra de la tipografía, la firma del artista ha sido eliminada. Lo que algunos pregonan como estilos personales son en realidad pequeñas y vacías peculiaridades frecuentemente dañinas que posan como innovaciones». (The form of the book.) Semejante alerta racionalista, propia de un modernista suizo es, en un contexto viciado por la cursilería y el exceso premodernos, sin duda muy rupturista. El nuevo estilo de la Nueva Tipografía, con su sobriedad, instaurará el reinado moderno en el campo del diseño gráfico. Y a su vez este movimiento degenerará en un tradicionalismo tal que hará exclamar a Frank Heine, muchos años más tarde: «oh, Tschichold… bajo el disfraz de la neutralidad y la legibilidad… tus imitadores han conquistado al mundo. ¿Ves lo que han hecho con la humanidad? La silenciaron con aburrimiento hasta domesticar completamente su capacidad de discernir. Tus imitadores han sofocado al mundo con su mediocridad y lo han cubierto con un conformismo global». (Emigre #23.) De la escuela suiza provienen algunas de las inefables reglas y preceptos para el buen diseño. Alguna vez estos consejos fueron la ruptura. Hoy son aburridísimos.

En este punto «moderno» quiere decir racional. Jan Tschichold y otros tipógrafos suizos, alemanes y norteamericanos (el movimiento de la Nueva Gráfica) reaccionaron contra el degradado arte comercial, abundante en expresiones extratipográficas, lindantes con el mal gusto. Para decir «calor» el uso era agregar llamitas a la tipografía, o estalactitas al texto que señalara «fr’o» o «hielo». Los nuevos principios de la Nueva Gráfica se atrincheraron a salvo de la moda y en ancas de las tipografías Helvética o Univers. Algo similar al actual reverdecer de las helvéticas después de la fiesta grunge. En este punto lo moderno (las helvéticas) readquiere vigencia ¿frente a lo posmoderno? Todo el asunto es muy confuso. Si lo expresivo perdió pie frente a lo racional, moderno y académico, la asepsia moderna degenera en eclecticismo. Al influjo de la Nueva Gráfica el diseño comienza a lucir igual sin importar qué tema trate, tal como señala Heine. Y la respuesta es una vuelta a lo popular, revisitado, aunque sin olvidar la lección moderna.

Antiguos estilos como el victoriano, el Art Nouveau y el Art Déco vivieron un nuevo esplendor, posibilitando la aparición de otro término que vuelve nuestro habitual par de ideas, en trío. Ni moderno, ni clásico: ecléctico. Con plena conciencia de su trabajo comercial Paul Rand, Herb Lubalin y otros, adoptan lo mejor de la tradición y lo mejor de los modernos para llegar a un estilo propio y personal, en una actitud que casi podría definirse de posmoderna. Frente a la universalidad propugnada por los modernos, los eclécticos prefirieron inclinarse por soluciones únicas, individuales. Ahí donde la obsesión moderna marcaba la búsqueda de un ideal de su tiempo, los eclécticos reviven alegremente tipos del pasado, combinándolos con los más nuevos y los propios. Se equivoca quien crea que actualmente Carson y sus diseños tipográficos de tortuosa lectura imponen un nuevo problema en la historia de la tipografía. El debate acerca de la legibilidad cuenta con venerables antecedentes. Ya en 1959, Herb Lubalin hablaba así: » Hemos sido condicionados a leer tal como Gutenberg componía sus tipos, y durante 500 años la gente ha estado leyendo palabras con mucho espacio entre ellas en líneas horizontales porque Gutenberg componía dejando mucho espacio entre ellas… Leemos palabras, no letras, y el acercar las letras o disminuir el espacio entre las líneas no destruye la legibilidad sino que meramente cambia los hábitos de lectura». (Typography usa) En esa época Lubalin se erigía en maestro de la experimentación tipográfica comercial.

La experimentación, en todo caso, provenía de un experto y devoto diseñador de tipos. Lubalin razonaba que la tipografía venía siendo afectada por las nuevas tecnologías como la televisión: la manera en que se lee ya no es la misma. Amontonar letras e incluir imágenes de tipo jeroglífico era su solución a la naciente velocidad y confusión en la lectura. No faltan, nunca han faltado, quienes objeten el espíritu de los experimentales como Lubalin: Jan Tschichold (de nuevo) ha afirmado alguna vez que la tipografía es «el sirviente y nada más». Esperable sentencia del credo moderno. Rauri McLean advierte más acá en el tiempo que «como tipógrafo eres el sirviente del autor, tu tarea es ayudar al autor a que llegue a su público. No estás haciendo una obra de arte propia; estás transmitiendo, con todo el oficio necesario las palabras de otra persona» (Typography, 1988). El diseñador holandés Gerard Unger agrega desde las páginas de Emigre #23: «la preferencia de Tschichold por las sans serif y su opinión de que ellas son más legibles que los tipos de letras con serifs se basa en consideraciones emocionales». Y en efecto, los estilizados serifs de la Times New Roman no tienen otra función que la de mejorar la lectura en cuerpos pequeños: diseñada por Stanley Morison para el periódico The Times, es clara la funcionalidad perseguida en su diseño. Pero la sobriedad no es la única respuesta a los problemas de lectura. Retomando experimentos dadaístas y surrealistas de los años veinte el tipógrafo norteamericano Bradbury Thompson recomienda a los nuevos diseñadores liberar a la tipografía de toda solemnidad y jugar con ella. Agregar un nuevo nivel de significado a la tipografía revalorándola en tanto imagen, mejora la lectura, según Thompson. De nuevo y pese a lo esperable, en la óptica de estos diseñadores de fines de los cincuenta (Thompson, Lubalin) la experimentación constituye una búsqueda de legibilidad.

Desde otra óptica, ya en época de psicodelia y alucinógenos, Víctor Moscoso, uno de los diseñadores más relevantes de la era hippie usaba colores vibrantes y gruesas tipografías con serif, tan difíciles de leer como el mejor Carson. La lógica del propio Moscoso, a fines de los sesenta es implacable: «la creencia popular de que un peatón debe absorber un póster en diez segundos es tan ridícula como arbitraria; yo quiero que los peatones tengan que detenerse cinco, diez, hasta quince minutos frente al póster». En ayuda de Moscoso acude el venerable Eric Gill: «la legibilidad se reduce, en la práctica, a simplemente lo que uno está acostumbrado» (An Essay on Typography, 1934). Y en los sesenta uno está acostumbrado a mucho. Finalmente el tratamiento de la tipografía como recurso gráfico navega desde la claridad suiza a la ambigüedad universal. Cuando a comienzos de los setenta, muerta ya la psicodelia, el diseño de tipos va a la deriva, perdido en la transición del modernismo al pos-modernismo, la computadora asoma apenas como un recurso.

La voz que marcará la ruptura con el ya viejo modernismo proviene de las filas del propio movimiento suizo. «La tipografía pura no es la única manera de transmitir un mensaje» afirmaba Wolfgang Weingart, principal líder de la Nueva Tipografía. «Su valor y potencial depende directamente de su ambigüedad.» Weingart, antiguo estudiante del rígido estilo suizo, intentaba romper las reglas de la simplicidad y claridad, mediante el uso de las clásicas Univers y Helvética en complejas capas de negritas y cursivas utilizando irreverentes combinaciones con (supremo pecado suizo) letras romanas. Weingart introdujo marcadores de texto en zonas privilegiadas, acercando la tipografía a un ornamento visual. El calificativo no se hizo esperar. Feo fue el término elegido por aquellos que cifraban lo bello en el orden modernista. Si de belleza se trata, y en consideración a quienes creen que el diseñador es un embellecedor de textos ajenos, podríamos meditar acerca de la inclusión del diseño en las Bellas Artes. Enseguida alguien protesta. «Yo creo que tenemos que hacer una distinción entre diseño y arte. Si tú eres un artista, puedes hacer lo que quieras. Está perfectamente bien. Pero el diseño sirve a un propósito diferente. Si en el proceso de resolver un problema tú creas un problema, obviamente no diseñaste.» Así habla Massimo Vignelli desde la revista Print, planteando una dualidad clara entre una actividad concreta como el diseño y el ya indefinible arte. La reivindicación del tipógrafo como artista es más reciente, si bien reconoce ilustres antecedentes. La tipografía no escapó a la revalorización que el renacimiento efectuó de la cultura grecorromana clásica. El diseño de tipos es directo deudor de una actividad considerada tan importante como las actividades art’sticas mayores, tales como la pintura y la escultura. Actividad imbuida del humanismo de la época, el desarrollo de tipos va más allá de la simple comunicación, encarnando los más altos ideales de la cultura occidental.

De todas maneras la inclusión de una actividad practicada hasta el presente como un oficio en el complejo mundo del arte se presenta como problemática. El inglés Stanley Morison afirmó que la tipografía es «esencialmente utilitaria y sólo accidentalmente estética» enmarcando su actividad profesional en estos parámetros. Su Times New Roman responde a este postulado. ¿Responde de verdad? Es indudable el valor estético de una Times, diga lo que diga Morison. Y el propio Bodoni «creaba sus tipos de letra y su tipografía sobre todo para impresionar al ojo» como sostiene el historiador en tipografía Allan Haley. Entendido como actividad de artistas o artesanos, el desarrollo de tipos requiere de la enjundia de unos y la paciencia de otros. Vignelli es tan sólo un extremo del asunto. Del otro está David Carson, quien afirma de su trabajo como director de arte en la revista Ray Gun: » yo trato de trabajar intuitivamente y provocar una respuesta emocional del espectador». Para algunos se trata simplemente de una revista difícil de leer. Para otros, el propio Carson incluido, se trata de explotar los límites de un nuevo lenguaje: el diseño por computadora. El píxel queda al descubierto y la tipografía ya no oculta sus secretos. Se rompe, se estira y se deshace. Quien pueda y quiera, que lo lea. Los juegos de Carson llevan más allá y asumen con todo riesgo las especulaciones de Lubalin en la década del cincuenta. Las nuevas tecnologías influyen en la manera en que el mensaje es elaborado y recibido. La computadora personal otorga nuevas herramientas para el trabajo. Y diseñadores como Carson dejan al descubierto algunas verdades que entrañan quizá, el fin de las polémicas. Parece, posmodernidad mediante, que cualquiera puede diseñar sus propios tipos. Y jugar con la tipografía nunca fue tan fácil y accesible. En palabras de Steven Heller «los tipos de letra ahora se pueden hacer a medida y personalizados, y esta habilidad ha abierto la puerta tanto a la excelencia creativa como al abuso perverso».

Con tipos propios para cada escritorio, tan personales como la caligrafía, la diferencia entre arte y oficio, experimentación y legibilidad, expresionismo y racionalidad tal vez desaparezca como desaparecieron los jeans nevados. Uno de los más optimistas, Neville Brody (como Carson, otro de los diseñadores estrella de los noventa), escribe en la revista de diseño Eye: «la razón por la que producimos tantos tipos de letra en este momento es porque tratamos de quebrar la mística de la tipografía. De hecho, yo creo que en el futuro cada uno tendrá su tipo de letra propio, lo que es sano. Con computadoras que responden a la letra manuscrita, el medio digital se personalizará». Claro está que no todos opinan igual, y Jan Tschichold, que se anota en todas, no se arrepiente de nada: «La tipografía personal es tipografía defectuosa» (The Form of the Book, 1975). Entretanto Vignelli vuelve a insistir, burlonamente: » ahora tenemos computadoras personales… que permiten manipular y distorsionar la tipografía a gusto sin tener ningún conocimiento de tipografía… Ahora hay una herramienta que otorga licencia para matar. Este es el nuevo nivel de polución visual». (Print, 1992).

Lo que empezó en Suiza como una suave reutilización expresiva de los tipos de letra modernistas, se extendió rápidamente al resto de Europa. Transplantado a Estados Unidos, y más concretamente a escuelas de diseño como la Cranbrook, Rhode Island School of Design y el California Institute of the Arts, el tibio experimento suizo derivó en un rabioso expresionismo, fin en sí mismo. Las tipografías aquí desarrolladas responden a la premisa de lograr códigos atractivos a distintos niveles: sobre todo el visual/verbal. Escribió el diseñador industrial Niels Diffrient en The New Cranbrook Design Discourse (1990): «Tal vez puede argumentarse que el modernismo… también tenía significado. Y por cierto que lo tenía, pero el significado con frecuencia estaba en expresar los materiales, la función y el proceso más que en expresar las sutilezas de la interacción humana. Y esto resultaba, con frecuencia, en una forma de árida prolijidad, despojada de la desprolijidad y ambigüedad esencial de la condición humana». Estas pueden ser las palabras clave del debate actual. Dos nuevas dicotomías para agregar en nuestra larga lista. Ambigüedad contra claridad; y complejidad contra simplicidad. La idea de simplicidad y claridad, tan abundante en consejos para aficionados y manuales para estudiantes es uno de los pilares del movimiento moderno. Y sin embargo, los nuevos diseñadores declaran, sin ningún pudor: «yo creo que la ambigüedad es la vida misma y que es lo que hace a la vida interesante. Nosotros pensamos, con demasiada frecuencia, que la gente es tan estúpida que no puede lidiar con la ambigüedad. Yo creo que la gente vive para la ambigüedad y la complejidad». (Jeffery Keedy en Emigre #16). La revista Emigre y buena parte del nuevo diseño se revuelve contra el credo modernista. Las palabras de Keedy son las de una generación descontenta. Lo que ayer fue distinto hoy ya no lo es y la modorra moderna es tal que hace falta ser muy revulsivo.

Cada nueva idea tiene en algún lugar y momento su opuesto. Y quien hoy es audaz, mañana puede parecer retrógrado. Este traidor y somero repaso a nombres, fechas y lugares con sabor a deuda despeja finalmente algunas dudas. Dos actitudes a lo largo de la historia pueden detectarse: el espíritu experimental reencarna cada tanto pidiendo ruptura, cambio y generando algo de saludable caos. Luego aparece el espíritu racional y metódico para poner orden. El orden degenera más tarde en aburrimiento y medianía. Y de nuevo el experimento se ocupa de poner la casa patas para arriba. La descripción es burda pero puede ser eficaz. Dos fuerzas en pugna reencarnan, cada tanto, en inquietos y polémicos diseñadores de tipos, a cual más talentoso y discutidor. Refiriéndose a la historia del arte, Umberto Eco se pregunta si no existirán dos categorías más allá de la historia, tales como el barroco y el clásico, que se repiten y suceden bajo distintas denominaciones. De no ser porque una lógica así es propia más de la modernidad que de la posmodernidad, el razonamiento sería perfecto.

Publicado en el número 2 de la revista Diseñador

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